Vida de Juan
A mi izquierda, un crío de unos diez años, menudo, serio, el mayor de una familia ya numerosa que está situada unos asientos más atrás. Le pregunto si le pido algo de beber, le ofrezco un clínex porque no para de sorberse los mocos, pero no quiere nada. No insisto. Si a pesar de su origen mexicano se ha educado en Estados Unidos ya habrá aprendido que con los desconocidos no se habla. Al poco, se queda dormido, y olvidado ya de sus reservas, se me recuesta en el brazo como si fuera el brazo de su madre. A mi derecha, un hombre de edad indefinible; su rostro posee la textura acartonada de quien se ha pasado la vida trabajando a la intemperie y seguramente parece mayor de lo que es. Mientras el niño duerme, los adultos comemos un pollo con sabor a pescado. Él, con determinación, educado para acabar lo que tiene en el plato. Yo, con escrúpulo. Estamos entregados a una película insustancial, Come, reza, ama, que irrita por sus pretensiones de parábola espiritual. Una mujer bella y exitosa (Julia Roberts), harta de una vida vacía, o sea, llena de cosas -dinero, éxito, y casoplón-, decide viajar al otro lado del mundo para descubrir lo que al parecer no encuentra en su ciudad: comida, paz y un tío bueno. Pero, por encima de todo, lo que ella trata es de encontrarse a sí misma. Esa búsqueda, a juzgar por los destinos, Italia, India, Bali, sale por un ojo de la cara. No importa. La búsqueda de uno mismo se ha convertido en el reto de gente adinerada que durante un tiempo se viste de hippie, se rodea de pobres, visita a un chamán, y prueba el bocado más suculento, la vida de los humildes, para luego volverse a casa fortalecido y aliviado de reencontrarse con lo que posee.
El artículo sigue aquí