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Bola de dragón

lunes 15 de septiembre de 2008  

Tuve un déjà vu. No fue un déjà vu en falso, de esos que parecen estar provocados por una falta fugacísima de conexión cerebral, no, no, este fue un déjà vu en toda regla, un déjà vu como un templo, como los siete tomos de ese señor caprichoso, Proust, que no paró de rumiar el que su madre no le hubiera dado un beso de buenas noches y escribió tres mil páginas para vengarse. Yo había estado allí, en la Plaza del Mundo Nuevo, de donde nace el Rastro, quince años antes, pero no me acordaba. Al principio sólo vi una masa de gente y no entendí a qué venía esa aglomeración cuando no parecía haber tenderete alguno. Fue al acercarme cuando distinguí toda esa infinidad de escenas prodigiosas: niños con una hoja de papel en la mano en la que llevaban escritos los números de los cromos que les faltaban para completar su álbum. Cada familia se agrupaba en torno a un hombre que provocaba tanta expectación como si fuera un mago a punto de sacarse un conejo del sombrero: ¿De dónde salen esos individuos que se dedican los domingos a revender cromos a unas criaturas ansiosas por completar su colección? Es misterioso. No se sabe si esta actividad les concede un sobresueldo o si vender cromos codiciados constituye un negocio boyante. Ya digo, estuve allí hace quince años. No una sino muchas veces. De la mano llevaba un niño ansioso, idéntico a cualquiera de los que estaba viendo ahora, que había escrito con trazos primorosos los números de los cromos anhelados. Y yo, la madre del pequeño Proust, estaba como loca porque aquello acabara, impaciente, como todas las madres, negadora de besos, como todas, generando pequeños rencores que darían para tres mil páginas. Afortunadamente no a todos los hijos les da por escribir porque no habría editoriales ni bosques en la Amazonia capaces de asumir la aplastante cantidad de resentimiento filial. Yo estaba que rabiaba por comprar los cromos y largarme, como si en vez de comprar cromos estuviera comprando mi libertad, esa que me permitiría dejar al niño con una abuela y dedicar la mañana del domingo a lo que la dedican los adultos que no tienen hijos, a tomar cañas y vermutes, a berberechos y papas. Ay, si a las madres se nos pudiera leer el pensamiento como la policía leyó el diario de la madre McCann. Cada madre tiene una McCan buena y otra mala en el corazón. Generalmente, gana la buena. La buena era la que a pesar de la impaciencia resistía la interminable cola que antes de llegar al traficante de estampitas, la que estaba dispuesta a pagar una cantidad absurda por conseguirle al niño ese cromo de Son Goku, el amado personaje de Bola de Dragón. ¿Para qué sirve tener hijos? Entre otras cosas para saber que Bola de Dragón fue de las primeras sino la primera serie manga que se vio en España, también sirve para coleccionar de nuevo el álbum de “Vida y Color” y recordarse a una misma como niña proustiana, feliz y rencorosa. ¿Para qué sirven los hijos?, me dieron ganas de preguntarle al escritor Luis Mateo Díez, al que tenía la otra noche sentado frente a mí, porque aparte de comer, que es lo que mejor se hace en España, pasamos dos horas hablando de los hijos y de los padres, que es lo que también se hace en nuestro país con más frecuencia. Y eso que aún no había leído este libro que acaba de publicar, “La gloria de los niños”, que brilla en mi mesilla de noche como un pequeño tesoro, como un gusilú, y en el que se nota que el escritor, a fuerza de ser padre, no ha olvidado lo grande que puede ser la determinación y la fortaleza infantiles. Es un cuento de niños de posguerras, porque podría estar situado en cualquier país en el que los niños vagan en soledad, enferman de hambre y, sin embargo, sobreviven. Quiero decirlo bien alto, porque hay escritores de los que se habla mucho y otros de los que se habla mucho menos: es un libro conmovedor.
Lo sé, los hijos no son imprescindibles pero a menudo completan nuestro formación y nos ponen al día. Del Manga pasamos al Youtube y la culpa la han tenido ellos. Son cosas a las que se puede llegar sin los hijos, pero ellos te ayudan a alcanzarlas por el camino más corto. Los sin-hijos se pasan la vida engordando a su niño interior, nosotros al que queremos engordar es al exterior, a ese al que quisimos que creciera rápido para libranos de ese tremendo contratiempo que consistía en llevarlo de la mano a visitar al Señor de los Cromos. Dijo Daniel Mendelsohn, escritor americano que vino la semana pasada a presentar “Los hundidos”, un libro sobre su infancia y sobre sus familiares desaparecidos en el Holocausto, que el cabreo que se trasluce de lo que escribe Philip Roth en estos últimos tiempos proviene de la falta de perspectiva que da la ausencia de hijos, un algo así como pensar que cuando muera se acabará el mundo, al menos el suyo. Estoy generalizando, lo sé, lo sé, y me disculpo. Por fortuna, una mujer ya no es señalada como si fuera un extraño animal cuando no tiene hijos, pero permítanme el consuelo de pensar que los hijos sirven para algo, aunque sea algo de lo que uno se da cuenta demasiado tarde, cuando Bola de Dragón pasó a la historia del Manga y el pequeño Proust voló.

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