Cuando Te Come la Ansiedad
Para infancias traumáticas las de nuestros padres. Las de aquellos que de niños padecieron la guerra. A mi padre se le cayó el pelo. Literal. Pensó que su padre había muerto en combate y al cabo de un año de orfandad lo vio llegar como una aparición por la plaza del pueblo: un hombre marrón, envejecido, cubierto por una manta, que no se sabía si era un muerto o un vivo. A ese niño que era mi padre se le cayó el pelo. Al tiempo, con ungüentos, y, fundamentalmente, cuando se le pasó el susto, le volvió a salir. Por eso, y por tantas otras cosas que fuimos sabiendo de un hombre que prefería mostrar la fortaleza a la vulnerabilidad, siempre pensé que sus manías estaban, en cierta medida, justificadas por las vivencias de una niñez brutal. Me refiero al nerviosismo permanente, la fobia a las tormentas, el miedo a que se terminara el pan, los vicios a los que se aferraba como el niño a la teta, las paranoias, el pavor a los aparatos eléctricos, el temor a los accidentes domésticos, a los imaginables y a los insospechados. Mi padre, el hombre que padecía insomnio y que sólo se consolaba comiéndose media pastilla de chocolate, era sin duda un enfermo de ansiedad crónica. Lo que no podré saber es cuánto le debía a su genética y cuánto a la historia de este puñetero país. Yo heredé sus miedos y alguna de sus fobias, pero tampoco sabría calibrar si las aprendí de él como una niña obediente o simplemente las heredé en la ruleta imprevisible del ADN. O las dos cosas. En mi mesilla no hay chocolate, porque mi autocontrol dietético no me lo perdonaría, pero sí un surtido de pastillas que me hacen debatirme entre el melatomo-nomelatomo todas las noches