Progres y Fachosos
Me emocioné. Hace tiempo que no me ocurría. La semana pasada me emocioné en dos ocasiones escuchando a varios políticos. Es algo tan insólito que tengo la necesidad de contarlo. Una de esas veces fue con el discurso de Obama en la Universidad de Michigan. Yo no santifico a Obama, ni tan siquiera le hubiera dado el Premio Nobel, porque pienso que, por fortuna, su trabajo no está acabado, sino por hacer. Admiro su honestidad, pero no lo encorseto en ese papel de santurrón al que le condenan sus fans europeos. El otro día se dirigió a estudiantes y académicos de una universidad, pero, en realidad, estaba hablando para el país entero, y aunque él no fuera consciente, su discurso era extrapolable a muchos países, al nuestro, donde sus palabras nos harían tanta falta. Era el suyo un discurso político, pero no estaba plagado del encadenamiento de frases hechas y previsibles en que se han convertido las intervenciones de nuestros representantes.
Es tal el nivel de furia que está contaminando la vida política americana, que su presidente apeló a la necesidad de que hubiera un nivel básico de educación tanto en la clase política como en la periodística. Habló de la inflación del lenguaje, de cómo se abusa de palabras como fascista, rojo, prosoviético o bobo derechoso, adjetivos que sólo buscan estigmatizar al adversario. «Esa retórica, dijo, cierra las puertas al compromiso político». Cierto. Hace tiempo que en los medios españoles empezaron a brotar estos términos como si fueran champiñones. La palabra «fascista» está tan abaratada, que cualquiera de nosotros podríamos acabar siendo calificados de tales. También la palabra «rojo», que algunos periódicos digitales resumen de una manera que si no contuviera tanto desprecio sería hasta cómica: «ceja y progres». Ahí también podemos estar usted y yo. Usted por leer este periódico, yo, por escribir en él. Ceja y progres. Viene a decir que no todos los progres apoyaron a la «ceja», pero que unos y otros son merecedores del mismo odio.
En realidad, lo que indica ese reduccionismo en la adjetivación es pereza y cerrazón ideológica. Obama añadió algo que me parece fundamental: hay que leer artículos de personas que no piensan como tú. No pasa nada. No es contagioso. Como él dijo: «Puedes sentir que te hierve la sangre, es muy probable que tus ideas no cambien, pero la práctica de escuchar un punto de vista diferente es esencial para una eficaz convivencia».
Me alegró profundamente escuchar eso. Hace poco, un funcionario del Estado español me dijo que él no leía este periódico. Me lo soltó en cuanto me senté a su lado en la mesa con agresividad mal disimulada. «Creo que te equivocas», dije, «para hacer tu trabajo deberías conocer otros puntos de vista, igual que para hacer el mío es imprescindible».
Harta como está una de personas que denuncian la falta de tolerancia de los adversarios, pero que no sienten la necesidad de predicar con el ejemplo, disfruté como una ciudadana hambrienta de inteligencia de la charla que nos ofrecieron en Nueva York, a dos bandas, Virgilio Zapatero y Manuel Marín, esos dos socialistas que tanto tuvieron que ver con la creación de nuestra democracia y con la entrada de España en Europa. El público, americano y español, atendía entregado a sus palabras. Había en ellos humildad e inteligencia y una capacidad que han perdido los políticos, la de hablar sin guión, la de ofrecer generosamente su experiencia personal, la de sus amigos, la de su época, para que los oyentes pudieran comprender cómo nació su vocación política y cómo imaginaban esa España futura que deseaban democrática. Sus palabras fueron precedidas por las de nuestro historiador Santos Juliá. Había mucha gente joven española que compartía el mismo nivel de desconocimiento sobre nuestra historia reciente que los americanos.
«¿Por qué no se hace esto en España?», decían algunos de esos jóvenes listos, emprendedores, que han venido aquí a estudiar o a ganarse la vida. Y yo también sentí esa necesidad imperiosa. No hay mejor homenaje al pasado que estudiar sobre el pasado, que dejar que hablen los que saben, no hay mejor ejercicio que contener la opinión si uno no sabe muy bien de qué está hablando. Debemos ser capaces de callarnos un rato y escuchar, escuchar a quienes tienen información de primera mano.
Decía Fernán-Gómez que el pecado de España no era la envidia, sino el desprecio. Hay, desde luego, una actitud de desprecio en quien juzga al otro sin escucharle, y hay también desprecio en quien se lanza a opinar sin estar mínimamente informado. Les puedo asegurar que el público vibraba con todo ese ejercicio de civismo y con esos políticos, Virgilio y Manuel, de los que, por raro que nos parezca, no había oído hablar nunca. No había en ellos la habitual concha de galápago con la que se protegen tantos políticos en activo. Me irrita y me inquieta que esa generación que fue maestra en ejercitar la tolerancia al máximo haya desaparecido de la vida política. Y lo que me resulta más paradójico es que tanto hablar del pasado nos esté llevando a sembrar la ignorancia. Sinceramente, no creo que España se divida en diez millones de fascistas y diez millones de rojos. Pero si se empeñan los que gritan, a lo mejor lo acaban consiguiendo.