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Secreto a voces

lunes 30 de julio de 2007  

Voy hacia el teatro español y llevo en el corazón un secreto. Hay pocas personas a las que se lo he contado porque quiero disfrutar de mi secreto sin que se vea enturbiado por el juicio ajeno. Lo he contado en casa, claro, donde se han sorprendido pero no mucho porque saben que soy partidaria de meterme en líos. Se lo he contado también a Luis Landero, porque ama el teatro y es partidario de que yo me meta en líos. Se lo he contado a Javier Cámara, que me dijo, estás loquita y te vas a cagar, ya verás, de gusto y de miedo. Se lo conté a Paco Valladares porque es el que me llevó a ver la función de Black el Payaso. Se lo conté a Félix de Azúa, que me dijo, suerte tú que aún puedes cambiar de profesión, aunque habrás visto que ya se te ha adelantado Vargas Llosa. Se lo dije a Empar Moliner y me contestó, tía, qué de puta madre. Se lo conté, por resumir, a los partidarios de ciertas travesuras. No quería que nadie me quitara la idea de la cabeza. Voy al teatro Español con mi secreto. Nerviosa, con una culebrilla que me cruza el estómago. Entro por la puerta de artistas, los porteros me saludan como si lo fuera y yo me siento como si lo fuera. Como si lo fuera subo a maquillarme, me siento en una de las butacas y las maquilladoras, como si fuera una más de la troupe que representa en el Español la zarzuela “Black el Payaso”, me empiezan a poner pasta blanca sobre la cara, a borrarme mis cejas y pintarme unas altas y negrísimas y una boca sonriente y roja. Dibujan sobre mi rostro dos lágrimas negras. Yo tarareo la canción de Black: “yo soy un payaso sin patria ni hogar/ que ríe la vida queriendo llorar”. A mi lado se maquillan el jefe de pista diminuto, la mujer barbuda, la princesa, los funambulistas, la equilibrista. Voy preguntándoles sobre sus vidas, como cuando era joven y pateaba Madrid como reportera y pensaba que el mundo estaba hecho para que yo lo viera. En el pasillo suenan las voces tremendas de los cantantes que calientan la voz, la sastra supervisa los trajes, las peluqueras nos ponen las pelucas. Es como si me hubiera colado en la rutina diaria de una familia en la que cada uno se amolda disciplinadamente al papel que le asignó el director. A veces cuentan cosas de su vida privada, pero parece que siempre hay una distancia entre lo que sucede fuera del teatro y lo que ocurre dentro. Este verano escribí un artículo en el que expresaba un raro deseo: formar parte de esta troupe de payasos que cantan el precioso musical de Sorozabal. Aquí estoy. Como ellos están locos me han invitado; como yo estoy loca perdida ando por los pasillos vestida de payasa y con el corazón latiéndome porque ya me toca salir a escena. El director, Nacho García, se ha disfrazado también para guiarme por el escenario y yo voy, como si fuera su delfín, haciendo lo que me va diciendo: “Ahora mira a la princesa con emoción, ahora cantaremos el himno de Orsonia”. Me veo a mí misma, como si fuera otra persona, llevándome la mano al corazón y cantando con los coristas el himno patriótico de un país regido por un payaso. Un argumento que algunos entienden especialmente simbólico en un Sorozábal republicano que sufrió el castigo de la dictadura. Para mí el argumento tiene la emoción del presente. En el mismo Madrid que vive estos días el espectacular aterrizaje de la película de más presupuesto del cine español, representada por unos actores que pertenecen a esa otra categoría brillante de los peliculeros, estos otros, los cantantes, la gente del circo y los figurantes de teatro, se afanan en el espectáculo de la emoción diaria del público, sin grandes atenciones mediáticas, pero esclavos de una profesión que atrapa al que la prueba. “No la puedo retener junto a mí, decía Anton Chejov sobre su novia, ha probado el veneno del teatro”. Hoy es la última representación y la última siempre es rara: los músicos improvisan pequeñas gamberradas para hacer reir a los cantantes, el director de orquesta se disfraza de payaso, el director de la obra también. Yo siento, tal y como me avisaron, la presencia espectral del público, la respiración colectiva que sale del agujero negro de la cuarta pared. Sé que en la primera fila está la madre de los hermanos Gas, que no se pierde ni una sola de las representaciones de esta función en la que trabajan sus dos hijos. En algunos palcos están las familias de los cantantes y los músicos, esos músicos que tocan el violín disfrazados de payasos. Cuando entré en el teatro, llevaba en mi corazón este secreto. En parte lo llevaba en secreto para disfrutar de la experiencia a mis anchas pero también porque no sabía si estaba bien o mal lo que estaba haciendo, si era adecuado o lógico, si en el papel que me ha tocado desempeñar en la vida esto estaría bien visto. Pero después de pasarme unas tardes aquí, en el caserón de la plaza de Santa Ana, viendo la entrega al oficio que tiene toda esta gente que pertenece a la categoría antigua y rara de los cómicos, me da vergüenza haber sentido vergüenza. Por eso quiero contarlo. Eso es lo que pienso cuando las chicas del coro me cogen de las manos y me empujan para hacer la reverencia y saludar. Nada hay comparable a este aplauso. Nada. Cuando baja el telón llega el momento del adios. La familia se rompe. Todos se prometen una amistad que no siempre serán capaces de cumplir. Algunos empiezan a llorar. Y yo, como los niños que lloran cuando ven llorar a otro niño, también.

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