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Ay, Mi Rocío

jueves 13 de septiembre de 2012  

Como en cualquier profesión, hay dos tipos de artistas: los que creen que lo merecen todo y los que siempre se sienten agradecidos. Hace tan sólo unos meses tuve la suerte de conocer en persona a una cantante a la que había escuchado, bicheando por youTube. En realidad, habría que llamarla cantaora en vez de cantante, pero yo prefiero utilizar un sustantivo genérico porque pienso que Rocío Márquez, así se llama, puede cantar lo que se proponga. Esta primavera pasada me enteré de que Rocío cantaba con Rosa Torres-Pardo al piano en el Cervantes de Nueva York y allá que fui. A Rosa ya la había escuchado muchas veces, así que lo que verdaderamente me sorprendió de aquella velada fue la voz de Rocío. De su boca salían antiguas canciones del acerbo popular español. Su voz, dulce y acaracolada, llenaba el espacio de emoción; su actitud, bella y serena, se hizo un sitio en el corazón de todos los que la escuchábamos.
Volví a casa envuelta todavía en los rizos de su cante cuando, antes casi de que pudiera comentarlo, mi marido, Antonio, me dijo que su amigo Joe Horowitz, un prestigioso crítico musical neoyorkino, estaba buscando una cantante para “El amor brujo”. Ya está, le dije, Rocío. Así que propiciamos en nuestro apartamento un encuentro entre el sabio profesor de Manhattan y la angelical joven de Huelva. En nuestro salón tuvo lugar la escena. Se barajaron fechas y nosotros servimos de intérpretes en la conversación. Y llegó un momento en que Rocío se ofreció a cantar, a capella, a palo seco, sin más acompañamiento que sus nudillos marcando el compás en la mesa baja. Se marcó unos fandangos de Huelva, un canción de Turina y una saeta. La voz era mucho más potente de lo que su cualidad dulce prometía; por momentos, el salón se le quedaba pequeño y el canto se escapaba por las ventanas y por la rendija de la puerta para llegar a la casa de los vecinos. Cuando terminó, el profesor Horowitz había enmudecido. Nosotros también. Y aunque las fechas en esa ocasión no cuadraron se hicieron promesas unos a otros de trabajar juntos en un futuro. Estoy segura de que así será.
Aquella tarde habíamos creamos un vínculo de amistad y cariño con Rocío Márquez. No fue mérito nuestro: Rocío es una de esas artistas que tienden a sentir un agradecimiento candoroso hacia quien valora su trabajo. Eso hace que no sólo desees escucharla sino que, una vez que su arte te ha cautivado, sientas deseos de abrazarla. En una noche calurosa de este verano fuimos a verla a “Casa Patas”, ese rincón madrileño del flamenco que ella eligió para presentar su disco, “Claridad”. No éramos muchos, estábamos tan cerca de ella y del guitarrista Alfredo Lagos que podíamos sentir el esfuerzo, la respiración, asistir al temblor de quien está dándote algo que viene de muy adentro. Demostró una vez más que el flamenco no está reñido con las voces dulces, y que canciones viejas, como “Te diré”, pueden sonar nuevas si una artista sabe hacerlas suyas.
Fuimos a darle un abrazo y ahí estaba ella, más ella que nunca, menuda, de sonrisa luminosa, elegante del peinado a los zapatos. Rocío, Rocío Márquez. Llegará lejos. Con la luminosidad de los que se sienten agradecidos.

 

MARIE CLAIRE (AGOSTO): «No hacer nada»

jueves 9 de agosto de 2012  

Hubo un tiempo en el que podía pasar horas tumbada en el sofá leyendo. ¿Qué ha pasado para que ya no sepa hacerlo? Imagino que los años van a aumentando la consciencia del tiempo. Pero no es sólo eso. Creo que las servidumbres a los aparatos electrónicos me han acabado robando el sosiego. Me tumbo en el sofá con la ilusión de sumergirme en un libro. Tengo a mi lado el teléfono móvil. Dicho móvil me avisa cuando me llega un sms, un WhatsApp, un mensaje de facebook, uno de instagram o un email. He tratado de borrar esas aplicaciones tan prácticas, pero, burra como soy en el lenguaje informático, no sé cómo hacerlas desaparecer y que mi móvil vuelva a ser lo que era, un celular sin gracia. Cuando llega a casa uno de esos jóvenes que nos rodean y que se conocen al dedillo todas las posibilidades del dichoso teléfono me olvido de decirle que necesito recobrar mi libertad. O, confieso, me dejo engatusar por sus mentes electrónicas que me convencen para que sume un aplicación más a las que ya tengo, “ah, pero… ¿no tienes agenda en el teléfono?”. Pues no, pero ya que me la instala empiezo a usarla.
Me hundo en el sofá después de comer. A un lado, el mando a distancia, a fin de ponerme un documental que me cuente un cuento con la voz de un actor de doblaje; al otro, el teléfono, por si me llaman, y, encima de la barriga, el libro, al que deseo dedicarle toda mi atención.
No sé cómo pero presiento que la pantalla del móvil se ha iluminado, y eso que lo he dejado fuera de mi campo de visión. Lo chequeo. Primero, los mensajes de texto, luego los de facebook, los del correo electrónico y, finalmente, le echo un vistazo a las últimas fotos colgadas en el instagram. Mientras miro esto y lo otro, me llaman. Hablo un rato, diez minutos. Cuelgo, recorro de nuevo todos mi buzones. Saco una foto a mi perrilla, que está tan mona, a mis pies. Ya que estoy, la edito en el instagram. Luego, encantada con el resultado, la cuelgo en el facebook. Y, como sé que fulanita no tiene facebook y no la podrá ver, se la mando por correo electrónico.
A todo esto ya llevo veinte minutos malgastados de siesta. Me empiezo a sentir culpable. Tengo tres artículos por escribir y no he empezado con ninguno. Me empieza a doler la espalda. Pienso que no es bueno estar tanto tiempo tumbada. Me levanto. Hago unos estiramientos. Pero antes de volver al ordenador decido que debo relajarme un poco. Me vuelvo a tumbar. La pantalla de nuevo se ilumina. Me informa de que a un amigo de instagram le ha gustado mi foto de Lolita echando la siesta sobre mi pie. Gracias, pienso. Y lo escribo, gracias. Miro el reloj. Me concedo quince minutos para una siesta que me enfríe el cerebro antes de ponerme a escribir. Cierro los ojos. Escribo el primer artículo mentalmente. La frase de inicio. La cambio varias veces. Abro los ojos porque el locutor del documental está narrando cómo las hienas se zampan un cervatillo. Qué asquerosas. Cambio a la Primera. Con “Amar en tiempos revueltos” se puede dormir porque todos los personajes hablan bajito. En la posguerra debía ser así. A los tres minutos acaba el capítulo, se enciende de nuevo la pantalla de mi móvil, y advierto que he perdido la modorra, ese adormecimiento gustoso. Me levanto. Sigo cansada, pero tengo que ponerme a trabajar. Y pienso en qué especialista podría visitar para que me enseñara a no hacer nada. Como en los viejos tiempos.

 

El Pan Nuestro

martes 26 de abril de 2011  

Una tostada de pan del día anterior para el desayuno. Un trocillo de pan con queso a la hora del tapeo. Pan para hacer barquitos en el plato en la comida. Un bocadillo de foie gras para la merienda o de mantequilla y chocolate, o de mortadela con aceitunas. Pan para mojar la yema del huevo por la noche. ¡Cuántas veces quisiéramos volver a la adolescencia sólo para poder adornar todas nuestras comidas del día con pan! Con pan todo tiene más gracia: los embutidos, las salsas, los desayunos, las tapas, las meriendas. Pero cuando se van cumpliendo años, por desgracia, hay que saber administrarlo: nuestro cuerpo no es capaz de metabolizarlo milagrosamente como hacía antes. Por eso, desde hace tiempo, supe que no me quedaba más remedio que resignarme y reservármelo para la hora del desayuno. Eso es lo que ha hecho que la primera comida del día se haya convertido para mí casi en la fundamental.

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El Misterio de Balenciaga

lunes 4 de abril de 2011  

Recuerdo una tarde feliz de este otoño pasado en Bilbao. Sin nada que hacer. Fuimos andando bajo la lluvia hasta el Museo de Bellas Artes, que no es tan espectacular como el Gughemheim pero que, por eso precisamente, a nosotros nos encanta. Nosotros éramos esa tarde mi marido y yo. Anduvimos un rato viendo cuadros, nos quedamos disfrutando de la visión de la lluvia tras los enormes ventanales y luego visitamos una exposición de Balenciaga magnífica y misteriosa. El pasillo en el que se exhibían los vestidos estaba en penumbra y los trajes colgaban del techo dentro de una burbuja. Parecía que flotaban. No eran vestidos confeccionados para modelos. Se apreciaba que dentro de ellos había estado alguna vez una mujer de talla normal, de una 38, una 40… +

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