Ay, Mi Rocío
Como en cualquier profesión, hay dos tipos de artistas: los que creen que lo merecen todo y los que siempre se sienten agradecidos. Hace tan sólo unos meses tuve la suerte de conocer en persona a una cantante a la que había escuchado, bicheando por youTube. En realidad, habría que llamarla cantaora en vez de cantante, pero yo prefiero utilizar un sustantivo genérico porque pienso que Rocío Márquez, así se llama, puede cantar lo que se proponga. Esta primavera pasada me enteré de que Rocío cantaba con Rosa Torres-Pardo al piano en el Cervantes de Nueva York y allá que fui. A Rosa ya la había escuchado muchas veces, así que lo que verdaderamente me sorprendió de aquella velada fue la voz de Rocío. De su boca salían antiguas canciones del acerbo popular español. Su voz, dulce y acaracolada, llenaba el espacio de emoción; su actitud, bella y serena, se hizo un sitio en el corazón de todos los que la escuchábamos.
Volví a casa envuelta todavía en los rizos de su cante cuando, antes casi de que pudiera comentarlo, mi marido, Antonio, me dijo que su amigo Joe Horowitz, un prestigioso crítico musical neoyorkino, estaba buscando una cantante para “El amor brujo”. Ya está, le dije, Rocío. Así que propiciamos en nuestro apartamento un encuentro entre el sabio profesor de Manhattan y la angelical joven de Huelva. En nuestro salón tuvo lugar la escena. Se barajaron fechas y nosotros servimos de intérpretes en la conversación. Y llegó un momento en que Rocío se ofreció a cantar, a capella, a palo seco, sin más acompañamiento que sus nudillos marcando el compás en la mesa baja. Se marcó unos fandangos de Huelva, un canción de Turina y una saeta. La voz era mucho más potente de lo que su cualidad dulce prometía; por momentos, el salón se le quedaba pequeño y el canto se escapaba por las ventanas y por la rendija de la puerta para llegar a la casa de los vecinos. Cuando terminó, el profesor Horowitz había enmudecido. Nosotros también. Y aunque las fechas en esa ocasión no cuadraron se hicieron promesas unos a otros de trabajar juntos en un futuro. Estoy segura de que así será.
Aquella tarde habíamos creamos un vínculo de amistad y cariño con Rocío Márquez. No fue mérito nuestro: Rocío es una de esas artistas que tienden a sentir un agradecimiento candoroso hacia quien valora su trabajo. Eso hace que no sólo desees escucharla sino que, una vez que su arte te ha cautivado, sientas deseos de abrazarla. En una noche calurosa de este verano fuimos a verla a “Casa Patas”, ese rincón madrileño del flamenco que ella eligió para presentar su disco, “Claridad”. No éramos muchos, estábamos tan cerca de ella y del guitarrista Alfredo Lagos que podíamos sentir el esfuerzo, la respiración, asistir al temblor de quien está dándote algo que viene de muy adentro. Demostró una vez más que el flamenco no está reñido con las voces dulces, y que canciones viejas, como “Te diré”, pueden sonar nuevas si una artista sabe hacerlas suyas.
Fuimos a darle un abrazo y ahí estaba ella, más ella que nunca, menuda, de sonrisa luminosa, elegante del peinado a los zapatos. Rocío, Rocío Márquez. Llegará lejos. Con la luminosidad de los que se sienten agradecidos.