El Pan Nuestro
Una tostada de pan del día anterior para el desayuno. Un trocillo de pan con queso a la hora del tapeo. Pan para hacer barquitos en el plato en la comida. Un bocadillo de foie gras para la merienda o de mantequilla y chocolate, o de mortadela con aceitunas. Pan para mojar la yema del huevo por la noche. ¡Cuántas veces quisiéramos volver a la adolescencia sólo para poder adornar todas nuestras comidas del día con pan! Con pan todo tiene más gracia: los embutidos, las salsas, los desayunos, las tapas, las meriendas. Pero cuando se van cumpliendo años, por desgracia, hay que saber administrarlo: nuestro cuerpo no es capaz de metabolizarlo milagrosamente como hacía antes. Por eso, desde hace tiempo, supe que no me quedaba más remedio que resignarme y reservármelo para la hora del desayuno. Eso es lo que ha hecho que la primera comida del día se haya convertido para mí casi en la fundamental.
Recuerdo que en mis años juveniles de la radio salía de casa corriendo y sin necesidad de tomar un café y una tostada. Podía esperarme hasta media mañana en que bajaba al bar con algún compañero. Ahora, sería incapaz. Algunas noches me acuesto con ganas de desayunar. Entonces, pienso y me recreo en cosas bonitas cuando cierro los ojos: en el pan de nueces, en el croissant, en la brioche, en el bagel o el muffin que me he comprado esa misma tarde y que serán una alegría cuando las encuentre en el plato al levantarme.
Tan fundamental como tener una buena frutería o una ferretería cerca de casa es encontrar a unos panaderos vocacionales. Panaderías hay muchas, sí, pero para catadoras de pan, como yo, sobrina de magníficos panaderos, no todas están a la altura de lo que mi paladar exige. En Madrid, tengo a mis panaderos de “Sabores Patagónicos” que cayeron del cielo provenientes de la Argentina para hacerme feliz. ¿Por qué eligieron mi barrio para abrir su local? La divina providencia hizo que nuestros destinos estuvieran felizmente condenados a cruzarse. Pan con nueces y pasas, pan con pipas, barra gallega. Los desayunos de mi Madrid, el que yo tengo en mis papilas gustativas, saben a eso. También a croissants de la cafetería Mallorca. O a Brioches de Embassy.
Aquí, en mi barrio neoyorkino del Upper West Side, también he dado con un tesoro: se trata de una pequeña panadería, situada en un sotano, es preciosa, parece de otro tiempo, con gente joven vestida como los antiguos panaderos, de blanco reluciente, que parecen amar su pequeño rincón en la calle 74 y la Avenida Columbus. Se llama “Levain” y en ella puedes encontrar las galletas de chocolate más ricas y peligrosas (es imposible no acabar con una si la has empezado) que he probado en mi vida. Cuando hincas la dentadura en una de esas galletas sientes el crujido del chocolate duro y la crema de chocolate invadiendo la lengua. Varias texturas en una sola galleta. También soy fanática de sus brioches, que unto con mantequilla y mermelada, y de su pan rudo, como si fuera uno de aquellos panes de pueblo, densos y ricos en fibra. “Levain Bakery” está a dos kilómetros de casa, pero no me importa, cada dos tardes, me cuelgo el bolso al hombro y me doy mi paseo. Me encanta andar con ese objetivo tan concreto. Cuando regreso a casa, sé que la felicidad, eso que a veces parece tan difícil de alcanzar, está contenida en una bolsa de papel.