Montar un Melodrama
Que la tarde del domingo tiene un nosequé tristón, ya se ha dicho; que llevamos impreso en la memoria el calendario escolar, ya está dicho; que sobre las seis de la tarde del domingo empieza a asaltarnos la antigua sensación de no haber hecho los deberes y haber imaginado que el fin de semana sería eterno, ya está dicho; que el efecto es demoledor si al hecho de ser domingo se le añade que es el último día de Semana Santa, ya está dicho. A eso se le puede sumar la sensación de acabamiento del mundo que da salir del cine y que sea de noche, que el taxista te torture con una retransmisión deportiva a un volumen irritante, que no encuentres un restaurante abierto, o que vayas a un bar de tapas y esté vacío y nadie te propine codazos para pelear un lugar en la barra. Todo muy triste. Esa es la razón por la que el domingo hay que tomar medidas terminantes que impidan que brote esa tonta melancolía infantil. Opino que es mejor recogerse pronto: pasear por una calle con los establecimientos cerrados y las aceras vacías es algo que sólo puede gustarle a aspirantes a escritores, de esos que todavía creen que hay que favorecer experiencias lánguidas para escribir libros lánguidos en los que se aborde la incomunicación de nuestro tiempo.
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