El sofá-cama
HAY ALGO PEOR que vivir en Nueva York. Vivir en Nueva York y tener un sofá-cama. Hay algo peor que vivir en Nueva York y tener un sofá-cama, vivir en Nueva York, tener un sofá-cama y ser español. Ser español significa pertenecer a un país en el que hay unas construcciones temporales que se llaman puentes. Es complicado explicarle a un pobre americano que carece del concepto de ‘vacación pagada’ qué es eso a lo que un español llama ‘puente’. Lo intento explicar de la mejor manera que sé: pues esto es que, por ejemplo, tenemos fiesta en un día intermedio de la semana y nos tomamos la semana entera. Si los españoles somos funcionarios, podemos además echar mano de unos días de asuntos propios llamados los moscosos en honor a un ministro que hubo al que se le recuerda con inmenso cariño. Hay puentes del Estado, puentes autonómicos y puentes de los Estados-nación. Hay puentes como éste, le explicas al ya aturdido americano, en el que los españoles por una vez en la vida nos ponemos de acuerdo y, aunque no creemos ni en la Constitución ni en la Inmaculada, ¡nos tomamos el puente! ¿Es que no es bonito el diálogo, ponerse de acuerdo en lo fundamental, que pongamos el acento en lo que nos une y no en lo que nos separa? Lo que nos une, a día de hoy, en el puzzle español, son los puentes. Y esto enlaza con mi idea ulterior: si vives en Nueva York, tienes un sofá-cama y eres español, la has cagado, por decirlo de manera sutil. Cada dos por tres ese sofá-cama estará ocupado por españoles de puente. El español no emigra, el español va de puente. En este puente de la Inmaculada no había forma de entrar a una tienda sin encontrarte a un español. «¿Qué pasa hoy, nos preguntó una camarera, que sólo estoy sirviendo a españoles?». Esta camarera desconocía el concepto ‘puente’, esta maravillosa construcción cultural inexportable a países como éste. Si vives aquí, en la Gran Patata, y tienes un sofá-cama y llega el extraordinario puente de la Constitución o de la Inmaculada, habrás de servir de guía a unos individuos que han venido a dormir en tu sofá. Como tú estás de contemplar Manhattan desde el puente de Brooklyn concretamente hasta las narices, les proporcionas la Metrocard, les das la guía Aguilar y les mandas a la calle, pero al español le gusta el amontonamiento y quiere que le acompañes. Los acompañas. Te vas con los ocupantes del sofá-cama a una misa de Harlem y allí te encuentras en el puente de la Inmaculada una cola de 200 personas para entrar a la iglesia. ¿De dónde proceden esos fieles que pasan frío a las diez de la mañana de un domingo? De la España plural. Algunos vienen a un hotel, otros, a un sofá-cama de un amigo. Entramos al fin en la iglesia y lo que ocurre a continuación es extraordinario. El templo se llena de españoles que sacan fotos, pero como los negros a los que venían a fotografiar no aparecen, de momento, por ninguna parte, sacan fotos a otros españoles que están en un templo de Harlem. Nosotros mismos, de vez en cuando, sentimos que un flash nos alumbra la cara. Como nos hemos metido en una iglesia episcopaliana que tiene una liturgia mucho más formal que la baptista, los fieles españoles nos empezamos a aburrir porque lo que queremos los fieles españoles no es un coro normal y corriente, lo que nosotros queremos es que los negros levanten las manos al cielo y todo acabe un poco como en Sister Act, con creyentes a lo Whoppi Goldberg. Nos vamos porque la fe no nos da para tanto. Pero luego nos vamos encontrando con los mismos españoles en los puntos calientes de la guía: la exposición del fusilamiento de Maximiliano de Manet en el MOMA, la tienda de Prada que diseñó Rem Koolhas, el Katz Delicatessen, ese templo del pastrami en el que el dueño/a del sofá-cama siempre dice: «En esta mesa es cuando Meg Ryan finge el orgasmo en Cuando Harry encontró a Sally». Al principio, los visitantes-ocupantes del sofá-cama hacen una exaltación de la comida mediterránea y una denuncia pública, quiero decir, que te lo dicen en plena calle, de la basura alimenticia norteamericana. Y tú, dueña del sofá-cama, viéndolos tan concienciados, tan elenasalgadienses, les llevas a un restaurante de ensaladas y hortalizas. Los pobres ocupantes se quedan muy decepcionados y te confiesan, como si fuera una travesurilla, que ellos quieren ponerse como cerdos durante siete días a comer hamburguesas. Y es lo que hacen. Durante siete días, todos los ocupantes consecutivos que mantienen caliente la temperatura del sofá-cama de mi hogar se dejan llevar al PJ Clark’s, al Jackson Hole, al Steak House, donde encontramos a otros tantos españoles haciendo lo propio, y allí todos ellos se comen la hamburguesa con los dos panecillos, la untan de ketchup y mostaza, no perdonan la cebolla ni los pepinillos ni las patatas fritas, se beben dos o tres cervezas para acompañar. Stella, les dices, que es como la Mahou, más o menos. Y se toman tres o cuatro Stellas. Los ocupantes del sofá acumulan muchos gases, claro. Natural, con esa alimentación. Cuando están a punto de marchar, llenos de bolsas, con los pies destrozados y la barriga como un bombo te dicen, como al principio, que la alimentación americana es destructiva. Serán capullos. Cuando se van yo me siento en el sofá-cama. Casa llena, casa vacía. Seré tonta, ahora les echo de menos. Pero llegarán otros puentes, llegarán otros moscosos y tararearé la copla: «La Quinta Avenida cómo reluce, cuando suben y bajan los andaluces». En el viaje de vuelta, hoy domingo, los ocupantes del sofá-cama vuelven melancólicos a España, pero, como a todo español, la melancolía se les curará criticando, dirán: «Tengo la espalda reventada, ¡menuda mierda de sofá-cama que tienen estos!».