Los Abrazos de Miguel
«Este artículo se publicó en la revista Marie Claire, con fotos de nuestro Xavi. Cada mes aparecerán estas pequeñas semblanzas de amigos. Un diario escrito entre Madrid y Nueva York»
Toda la vida evitando coger peso para que no me doliera la espalda (en un futuro) y acabo yendo al gimnasio para levantar pesas a fin de que no me duela la espalda (en un futuro). Todavía no he logrado saber porqué las bolsas de la compra te hacen polvo y las pesas gimnásticas te endurecen los huesos. Recuerdo que esto era lo que iba pensando una mañana del invierno pasado, subiendo por Broadway, destrozada después de una hora en la sala de fitness: cómo es posible que ese acabamiento momentáneo que me ha producido el ejercicio sirva para frenar mi acabamiento vital. Estaba pálida después de la ducha. Llevaba el pelo medio mojado, cargaba una bolsa de deporte y unas zapatillorras MBT para subir andando hasta casa. De pronto, alguien me llamó desde un Starbucks. Una voz querida. Era la de Miguel Poveda, que junto a otros amigos, entre ellos el guitarrista Chicuelo, tomaban un café de media mañana. Me habían visto pasar veloz por delante de la cristalera y salieron corriendo a por mí.
Nos abrazamos. Miguel había estado la noche anterior en el estreno neoyorkino de “Los abrazos rotos”, la película en la que él borda esa gran copla que es “A ciegas”. Qué fácil es abrazar a Miguel. Miguel te planta los labios en la mejilla, te aprieta fuerte, te envuelve. Igual que te envuelve cuando canta. Con la misma calidez, igual desenvoltura, igual generosidad. Recuerdo que le dije, “!cuántas veces nos habremos visto ya en Nueva York!”. “Uf, me dijo, más que en España”. La voz de Miguel y su sonrisa están unidos a esa vida rara que yo llevo entre dos ciudades. Fue hace ya bastante años cuando Antonio me dijo que había descubierto, escuchando la radio en un taxi, a un muchacho joven que cantaba flamenco como un hombre. Se llama Poveda, dijo. Y nos compramos el primer disco. Antes de que sospechara que algún día seríamos amigos su voz me acompañó muchas veces durante mis paseos neoyorkinos: nadie sabe lo buenas que son las bulerías para andar a paso ligero. Luego vinieron los conciertos manhatteños: la emoción de comprobar que el “muchacho” era ya un artista reconocido y cómo el público de otro país vibraba con su voz y le pedía un bis, y él, el artista más generoso y disfrutón que yo he visto en un escenario, se dejaba convencer una vez y otra. Me viene a la cabeza especialmente aquella noche en el Jazz Club Coca Cola, un lugar donde se dan cita los músicos más reputados del jazz. La parte trasera del escenario es de cristal, así que mientras Miguel cantaba unos versos de Lorca, veíamos de fondo, como si fuera un cuadro viviente, el resplandor del amarillo de los taxis, las luces de la ciudad y la negrura nocturna de Central Park.
Nuestra amistad se fue forjando en los encuentros sucesivos en esa otra ciudad mía. A veces pienso que si no nos hubiéramos encontrado en Nueva York, en esos momentos en los que, fuera de tu tierra, abres más tu corazón, no seríamos amigos. Pero como me da pena imaginarme a estas alturas una vida de la que no formaran parte esos abrazos tremendos de Miguel, trato de convencerme de que de una forma u otra el destino me hubiera conducido a esa persona de arte y sonrisa sin reservas. Puede que lo especial sea eso, que su amistad se ha ido construyendo en mis dos mundos, el familiar y el ajeno, y eso me hace quererle doblemente.