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El cura y el ángel

domingo 21 de marzo de 2010  

Creo en la amistad a primera vista. Aunque la palabra «flechazo» tiene casi siempre una connotación de amor sentimental yo entiendo que el flechazo se siente también hacia aquellas personas a las que, casi de inmediato, quisieras incorporar a tu círculo de amigos. Hay gente que da por cerrada su lista de amistades en la cuarentena, a veces incluso antes. Triste. En ocasiones amistades se hacen de manera insólita. Yo hice amistad hace unos meses en Nueva York con el dueño de una empresa de reformas. Quería que me pintaran el apartamento. El hombre desplegó su catálogo de colores y empezamos a charlar. Hablar de colores une mucho. Mi amigo (entonces aún no lo era) dijo unas cosas tan elocuentes sobre los azules habaneros, los ocres italianos y los verdes art déco que me pareció una persona cultivada y sensible. Por razones largas de contar, el hombre, además de pintarme el apartamento, me ayudó en esa carrera de obstáculos absurdos que es una mudanza neoyorquina. Tan agradecida estaba por haberme encontrado este inesperado ángel de la guarda que me lancé a abrazarle. Se quedó bastante aturdido. No hay nada que le inquiete más a un americano que la invasión de su espacio físico. El caso es que como mi afición en esta vida es preguntar me fui poco a poco enterando de su peculiar vida. El hombre me contó que vivía en Broadway, en la zona de los teatros. Nunca hubiera imaginado que en medio de todo ese caos de teatros, neones, pantallas gigantes y abigarramiento turístico pudiera alguien construir su nido. Pero la cosa era aún más pintoresca. A mi amigo el apartamento le sale gratis porque su pareja es el párroco de una iglesia del XIX a la que le fueron naciendo edificios alrededor hasta dejarla casi sepultada. Animada por mi marido, que es otro curioso incurable, le dije a mi nuevo amigo que nos gustaría visitar la iglesia y el edificio. Mi ángel de la guarda muy amablemente nos invitó a cenar. ¿Cómo se viste una para cenar con un cura? No es una pregunta frívola. Lo que una tiene en la cabeza, como española que es, es que ante un sacerdote hay que comportarse, o sea, reprimirse. Bien, pues ahí estábamos los dos, vestidos de personas muy formales, con una botella de vino bajo el brazo y llamando al telefonillo situado a un lado de la entrada del templo. Mientras subíamos las escaleras nos fuimos encontrando una sorpresa en cada piso: alcohólicos anónimos, adolescentes problemáticos, pequeño teatro shakesperiano. El resumen de la vida en cuatro pisos. Finalmente, el apartamento. El piso era precioso, con esas dimensiones industriales de los edificios antiguos. El gusto del hombre de los colores se dejaba notar. Todo respiraba paz y buen gusto, lo cual provocaba un extraño contraste con el hormigueo urbano que se contemplaba desde los ventanales. ¿Qué pinturas imagina una que tiene un cura en las paredes? No creo que exista un estilo específico para los hogares de los padres curas, pero si hay algo que no podíamos esperar era encontrarnos con dibujos de efebos mostrando unos nada desdeñables miembros. Al cabo de media hora llegó el párroco. Nuestro párroco tenía pinta de párroco de toda la vida, pero tuvo un gesto muy cómico que le convirtió de inmediato a nuestros ojos en un personaje simpático: se quitó el alzacuello con el mismo aire de hartura y cansancio con que un ejecutivo se quita la corbata al llegar a casa. Por curiosidad y por educación le preguntamos a fondo por los rituales de su iglesia, una rama episcopaliana bastante liberal en la que se permite el sacerdocio a las mujeres y el matrimonio. Nos habló con respeto y afecto de los pobres de solemnidad que acuden a dormir a la iglesia en invierno; hay veces, contaba, que los ronquidos de algún mendigo sirven de fondo al sermón de primera hora de la mañana. Pero el calor de las velas, la comida deliciosa, el vino y la naturalidad de aquella pareja tan amable compuesta por un pastor y un ángel desviaron la conversación por caminos más insospechados. Querían saber cosas de España. El párroco se reía contándonos que en uno de sus intentos infructuosos por aprender nuestro idioma tuvo un profesor español que, por el mero hecho de que fuera cura, lo tuvo catalogado como un reaccionario durante meses. Prejuicios, prejuicios. Nos creemos que el mundo es idéntico a España, nos creemos que todas las iglesias son como esta nuestra a la que le cuesta admitir que su fe ya no es la única.
Pero lo más divertido de la noche fue descubrir su tremenda afición por el cine español. «¿Cómo se llama esa actriz que sale a veces con unas gafas negras y que tiene un humor tan absurdo?», preguntó el cura. ¡Era Chus Lampreave! Adoraban a Chus, esa diosa, y brindamos por la admiración que compartíamos por esa estrella internacional. «¿Y ese actor que salía en Hable con ella y que ha hecho de cocinero hace poco?». ¡Javier Cámara! Brindamos entonces por la madre de Javier, que es mi Chus Lampreave particular. Antes de irnos les pedimos que nos avisaran cuando hubiera algún servicio con alguno de esos coros prodigiosos que pueblan las iglesias de Manhattan. Nos fuimos paseando, charlando sobre todas las cosas que uno aprende en cuanto decide quitarse de los ojos la venda estéril del prejuicio, celebrando nuestra suerte.

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