Sin tetas no hay matrimonio
Recuerdo, como si fuera ahora, la primera vez que vi una teta. Llegó una mujer joven con su criatura recién nacida a casa de mi abuelo. El bebé no paraba de llorar con su llanto de gato y, la madre, sin poder hacer otra cosa para calmarlo, se desabrochó la blusa y se sacó un globo blanco hinchado por la leche. Yo debía tener ocho años y me quedé paralizada por la impresión, haciendo que admiraba al bebé cuando lo que me tenía boquiabierta era ese pezón enorme que ya estaba en la boca de la niña. Al rato, la criaturita se quedó dormida y soltó la teta. El milagro, o al menos a mí entonces me pareció un milagro, fue que del pezón brotó una gota de leche que fue a caer en el párpado del bebé, ¡pim!, haciéndole salir del sueño y volver a mamar. Nos reímos mucho, alguna mujer dijo que la naturaleza era muy sabia y aunque ninguno de las presentes lo sabíamos, todas segregamos oxitocina (esa madre, ese bebé, esas tías, las niñas), que es la hormona de la ternura, por así decirlo. Hormonas aparte, a mí la escena me inspiró muchos juegos; ya no sólo me alzaba sobre los zapatos de tacón de mi madre sino que robaba uno de aquellos fabulosos cruzados mágicos de Plaitex de mi tía, me lo anudaba a la espalda, lo rellenaba con calcetines y me paseaba delante del espejo de luna viéndome como una mujer, sin advertir la verdadera imagen que me devolvía el espejo, la de una extraña enana de tetas enormes, tan grandes, que cuando me tumbaba en la cama para disfrutar de la altura de esas dos montañas turgentes no alcanzaba a verme los pies. Treinta y dos años después de aquel pezón revelador soy de la opinión de que a todas las personas sensibles les gustan las tetas. A los lactantes, por descontado; también a esos otros niños que todos hemos visto alguna vez a los que no acaban de retirarles la teta y van corriendo hacia su madre, la sacan y se sirven, con la destreza del camarero que tira una caña de cerveza. Son esos niños de los que la madre dice, “me muerde como un hombre”. A las adolescentes les asusta y les gusta ver cómo crece el pecho, curiosean hasta con el dolor del crecimiento. A los adolescentes las tetas les vuelven locos, incluso para aquellos a los que no les gustan las chicas hay algo en las tetas de recuerdo de la felicidad. A los nietos les gustan las tetas de sus abuelas; una niña me dijo: “cuando me abuela está en la cama tiene las tetas acostadas”. El mundo de la moda ha tratado de borrar la maravillosa gravidez de las tetas en el cuerpo femenino, pero en las investigaciones que se realizan sobre el deseo erótico parece claro que las curvas atraen, las del pecho y la curva de la cintura, porque son una promesa de fecundidad, y en esto tenemos que ser humildes y admitir que parte de nuestro cerebro funciona como el de un gorila, como el de Gorka, la mamá gorila del Zoo madrileño que amamanta estos días a su recién llegada criatura, sobre la que caerán gotas de leche en los párpados, como aquella gota de leche que me descubrió un mundo. Las tetas son pasionales pero también protectoras, son una tremenda fábrica de oxitocina. Hay hombres que sólo las quieren turgentes, hay otros hombres que aman las tetas de la mujer que aman; recuerdo a un personaje de Saul Bellow, que decía que no hay mayor felicidad que la de dormirse por las noches con la mano en el pecho de la mujer que se quiere. Con las tetas postizas pasa como el pelo injertado: igual que las amantes de la autenticidad prefieren la calvicie a una melena de muñeca de Famosa, hay quien elige la armonía de un pecho caído a la turgencia artificial. Hay que reconocer, de todas formas, que las prótesis deben ser utilísimas en ciertas ocasiones, como en el caso de naufragio en alta mar o así. Esas tetas enormes de mentira suelen provocar el deseo de los más horteras. Precisamente, esa fue la idea de la que surgió en Colombia la serie “Sin tetas no hay paraíso”, de un mundo de narcotraficantes que necesitan exhibir a chicas tetonas y de unas chicas que necesitan unas tetas enormes para alcanzar un lugar en el mundo. La historia responde a una realidad muy concreta, por eso tal vez en su versión española produzca cierta extrañeza. A mí el título siempre me pareció triste y tierno, incluso de novela social, porque responde al deseo real de unas muchachas pobres. En el caso de una serie sobre fanáticos islámicos el título debería invertirse de esta manera: “Sin paraíso no hay tetas”, por esa promesa de un más allá plagado de vírgenes. Y en el caso de la religión verdadera, o sea, la católica, la conferencia episcopal lo ha dejado claro de cara a las próximas elecciones: hermanos, hermanas, “Sin tetas no hay matrimonio”. Traduciendo, hay que votar al partido que crea que el matrimonio sólo es cosa entre un hombre y una mujer, al partido que no crea en la negociación con ETA (¡vaya, qué hacemos con algunos curas vascos?), que no crea en asignaturas aleccionadoras (sólo la de religión católica, claro), que defienda la vida frente a “la trituradora de fetos que todos hemos visto” (Ana Botella dixit) y que apueste por la muerte a palo seco. Pero como estos padres de la fe pecan de prudentes y dicen que no quieren meterse en política no han dejado dicho qué partido es ese, y yo me digo, a ver si con tanto misterio voy y voto al que no es.