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El cuento de la niña calabaza

miércoles 17 de septiembre de 2008  

“A usted le gustan mucho los niños”, me dijo una periodista, y no era una pregunta (que sería lo suyo), sino una afirmación, como si para esa mujer yo fuera un libro abierto. Y eso nunca. Pues no, le dije yo, a mí los niños, en plural, no me gustan nada, siempre me horrorizaron esas tardes de cumpleaños a las que algunos padres se entregan como animadores culturales vistiéndose de payasetes y avergonzando a sus propios hijos. A mí me gustan los niños de uno en uno. Me gustan hasta los diez años o así, cuando aún no han perdido la poética del lenguaje recién aprendido y son filósofos, poetas y pintores de primera fila. Me gusta cuando son genios. Nuestros hijos se quejan, como todos los hijos, dicen que les queríamos más cuando eran bajos, inocentes y gordos. Y nosotros decimos, que no, que no. Pero la verdad no se puede ocultar. A veces miramos las fotos y vemos a esos pequeños cachalotes en las fotos playeras y se nos escapa un ay de melancolía. Esa melancolía aumenta en septiembre. Con la primera manga larga te asalta la nostalgia de la compra de plumieres, porque superada esa tierna edad, cuando se te acerca un hijo te echas la mano al bolsillo para defenderte del atraco. En este mes me acuerdo siempre de Omar, niño guineano al que cuidamos tanto, por la extraña razón de que nos convertimos durante dos años (lo nuestro es para nota) en babysitter de la señora de la limpieza. El niño Omar se ponía triste al caer la tarde y eso convertía nuestras conversaciones en poesía filosófica. En vísperas de que empezara el colegio le pregunté, ¿qué es lo que más y lo que menos te gusta de septiembre? El niño Omar respondió: “Lo que más, el olor de los lápices nuevos, lo que menos, cómo me miran algunas personas”. A esto le llamo yo poesía de la experiencia. No se puede decir mejor ni con menos palabras. Ahí veo resumida la felicidad y la tristeza de mi vida: el perfume del lápiz en el que está contenido tu infancia y la de tus hijos y la mirada del que te quiere mal. Los que te quieren mal suelen ser extraños pero a veces, las peores, son de tu propia familia. Eso es lo que enseñaban, sin piedad, los cuentos que nos contaban las abuelas y que luego nosotros leímos a nuestros niños en la recopilación de Rodriguez Almodovar, “Los cuentos al amor de lumbre”. Esos cuentos del hambre, la oscuridad y el frío que tantas veces oí de las voces antiguas de mis tías nos desvelaban una verdad terrible, la de que los niños podíamos ser víctimas de la brutalidad, el desamor o el abandono. En algunas historias la maldad estaba representada por personajes fantásticos, como el gigante, el dragón, el monstruo, la bruja, que los niños aceptábamos como reales, pero en otras ocasiones, las más inquietantes, contaban cuentos de niños abandonados por los padres en el bosque y eso te dejaba en el corazón una muda sospecha que luego el sueño, afortunadamente, disipaba. Aunque los cuentos cambiaran superficialmente la naturaleza del abandono era casi siempre la misma: un pobre padre, un manso, casado de segundas con una arpía, obedecía las órdenes crueles de su nueva mujer y llevaba a su niño o niños al bosque donde los dejaba a merced de brujas y lobos. Los niños, tras un largo martirio, conseguían zafarse de la bruja. Lo extraordinario es que volvían tan contentos con el padre, al que el mismo autor del cuento debía considerar una víctima del bicho de su mujer. Esos cuentos en los que se alternaba la risa y el miedo con una sabiduría acumulada de siglos y que a nosotros nos quitaban el aliento, escondían, dicen los expertos, una verdad más terrible, que había sido limada, seguramente, para no provocar el insomnio infantil: la maldad que nosotros conocimos atribuída a la madrastra era en tiempos aún más antiguos obra de los propios padres, así de crudo. El padre abandonaba a los niños en mitad del bosque una noche oscura de invierno porque estaba de acuerdo con la madre (biológica) en que tenían que librarse de ellos. Las historias habrían sido creadas a partir de una base real: niños que sobran, niños a los que no se puede alimentar, niños que hasta el siglo XIX no eran apreciados como tales, sino que se criaban para que llegaran a ese estado superior que es la edad adulta. Cuando nos los contaban a nosotros el cuento adquiría un sentido pedagógico, aunque fuera el de la letra con sangre entra: sólo los tontos andan por el mundo confiando en el prójimo. Con nuestros niños la situación ha sido y está siendo paradójica: les contamos cuentos menos terribles pero nunca los podemos dejar solos en la calle y están advertidos de la maldad de los desconocidos. Tantas vueltas para llegar a lo mismo. Otros niños, los niños americanos, más en el futuro que los nuestros, ya están adiestrados desde que comienzan a hablar para no decir ni los buenos días en el ascensor porque están informados de que todos los adultos son pederastas en potencia. Los cuentos han cambiado pero la realidad se empeña en seguir siendo una historia de frío y oscuridad. El bosque es esa estación ferroviaria de Melbourne en la que una niña de tres años es abandonada por un padre loco o cruel o las dos cosas. Y la niña, a la que en este historia hemos llamado Calabaza, es la misma niña que cruza los bosques desde hace siglos, tiene el mismo desconcierto, el mismo miedo. No sabe que ya nunca más verá a su madre y tampoco que a través de Internet millones de personas hemos sido horrorizados testigos del cuento. Tantos ojos viéndola. Pero su soledad es la misma, la misma de entonces.

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