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De Noche y de Día

domingo 19 de junio de 2011  

Me arrepiento. Si alguna vez he perjudicado a alguna persona con un artículo, me arrepiento. Arrepentirse es un verbo que se utiliza poco en este siglo, pero como yo, hasta que la vida no demuestre lo contrario, me siento más del anterior, soy de aquella generación que se arrepentía. Hago honor al verbo no por motivos religiosos, sino porque lamento hacer daño tontamente. Una vez le dediqué una columna a los taxistas, así, en general, como si no tuvieran derecho a una individualidad. Escribí, yo creía que con bastante gracia, del volumen incontrolado de la radio, del olor a rancio cuando no a sobaquina, de esos frenazos que te colocan el estómago en la garganta, del facherío incontenible; en fin, definí a un tipo de taxista, que existe, pero lo hice de manera tan frívola que parecía que el oficio hacía al monje. Quiso el destino castigarme por bocazas y, a partir de esa columna, empezaron a pararme taxis que olían a don limpio, llevaban conectada Radio Clásica, conducían como si hubieran untado las ruedas con vaselina y creían en las libertades del individuo. Vaya. Cuando daba con algún taxista de la escuela rancia, me decía a mí misma: «Algo de razón tenías», pero al rato, como si fuera una supuración del espíritu, me escocía de nuevo el arrepentimiento. El mundo del taxi me escribió, algunos taxistas amables de esos que habían encontrado mi voz alguna vez en la radio me reprocharon el trazo grueso del retrato, y yo me quedé pensando que alguna vez trataría de enmendarme escribiendo de taxistas concretos o, mejor aún, de personas que no respondieran al tópico que persigue a su oficio, sino a una soberana personalidad. Aquí van dos personajes que conocí esta misma semana:

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