En Misa de Ocho
Nunca quise ser monja. A no ser que la monja fuera Ingrid Bergman en Las campanas de Santa María, Audrey Hepburn en Historia de una monja, Shirley MacLaine en Dos mulas y una mujer o Julie Andrews en Sonrisas y lágrimas. Visto el casting de monjas que inspiraron en mí algún tipo de vocación religiosa, es evidente que lo que yo deseaba es ser una monja que colgara los hábitos en cuanto se acabara el rodaje de la película. Monja de camerino o monja de caravana, si se rueda en exteriores. Sin embargo, y no bromeo, nunca fui ajena a sentir el recogimiento espiritual que una iglesia emana, al dramatismo de algunos pasajes de la Biblia, a la gravedad de ciertos momentos de un servicio religioso o al estremecimiento que la más bella música de iglesia puede provocarte. Hay quien afirma que se pueden apreciar las obras de arte inspiradas por la fe experimentando una mera emoción estética. Pero ¿por qué no abandonar durante dos horas nuestros principios para entender mejor la idea que motivó una pieza musical, un fresco en la basílica florentina de Santa Croce o cierto pasaje de la Biblia?
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