Aeropuerto 2010
Detesto volar. Vuelo porque todavía no se ha inventado la teletransportación. Pero no pierdo la esperanza. Las antiguas series de ciencia-ficción, de Star Trek a Perdidos en el espacio, predecían un futuro donde la teletransportación sería la manera habitual de desplazarse. El habitante de aquellos mundos decorados en un pop futurista se metía en una especie de habitáculo, a camino entre la ducha y la cabina telefónica, pulsaba un botón y se esfumaba. Pero el futuro ha sido menos higiénico de lo que preveían aquellas series que a los niños nos fascinaban porque sus habitantes se alimentaban de píldoras en forma de lacasitos y nunca hacía frío. Era un mundo bajo techado, con puertas que se abrían automáticamente y tripulaciones vestidas con mallas. Pero sin duda el elemento más deseado de aquel futuro de Mr. Spock era el transporte mediante la desintegración. Lo que cualquier viajero actual (llamado «cliente» en aras de la modernidad) desearía mientras espera la cola para someterse al control de seguridad del aeropuerto. Yo también deseo desintegrarme mientras hago equilibrios con todo mi cargamento: en una bandeja, el ordenador; en otra, los zapatos, el cinturón, el reloj, el móvil, el bolso. Llevo una bandeja sobre otra y encima de todo, estupefacta, sentada sobre el ordenador, he colocado a Lolita, mi perra, que temerosa en medio de aquel gentío abre la boca y jadea.
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