Mario, he soñado contigo
Que por «julio» era, por «julio», cuando hace la calor, cuando los trigos encañan y están los campos en flor, etcétera, etcétera. Resultó que en fecha tan rara fuimos convocados al estreno de la ópera San Francisco de Asís, en un lugar no menos raro, uno de esos teatros ubicados a tomar vientos que lo mismo sirven para jugar al baloncesto que para interpretar una obra de Olivier Messiaen, aunque, a mi humilde entender, sirven más para los juegos de pelota. Pero no sigo por el tema operístico que hay un señor en Murcia, extremadamente serio, que tras mi última crónica de Elektra dice que hablo sin saber. Y no seré yo quien le quite a señor tan conspicuo la razón. El caso es que las criaturas entramos en el teatro casi arrastrándonos por el calor: el maquillaje churreteando los rostros las señoras; la corbata desencajada los señores. Y fue llegar a nuestra fila de aquellas gradas ideales para los juegos de pelota cuando nos encontramos al flamante Nobel Vargas Llosa, y fue el hombre tan agradable como suele. Abrió la boca para sonreír y nos enseñó esa tremenda dentadura de cantante de tango que le robó en su día a Juan Carlos Onetti (según versión del propio escritor uruguayo). Nos confesó lo cansado que se encontraba. Y entonces mi actual compañero sentimental, a la sazón, Muñoz Molina, le dijo: «Mario, he soñado contigo esta noche». Contó entonces el andaluz que en dicho sueño le decía al peruano: «Un día te veo en Francia, otro en Italia, otro en Japón y al siguiente bajando de una barcaza en Doñana para asistir al Rocío, y me preocupo, claro, porque pienso, ¿cuándo tiene tiempo este hombre para escribir?». Y dijo Antonio que en el sueño el Nobel respondía: «Nunca, ya no puedo escribir nunca».