Cambiar de Acera
Muchos años después, o tal vez no tantos, unos 10, los de esa década en que tantos secretos comenzaron a revelarse, volviendo a casa una noche a través del corazón de Chueca, me lo encontré. Lo que en tiempos fuera panículo adiposo parecía querer transformarse, sin éxito total, en músculo; el pelo ralo había sido recortado; la barba de barrio, frondosa y descuidada, había desaparecido; dos patillas de jovenzuelo le enmarcaban la cara y había cambiado las gafas metálicas por unas de concha. Parecía otro, pero detrás del hombre customizado por las modas seguías encontrándote la sonrisa acogedora de padre de familia, del buen hombre concienciado y batallador que yo había conocido 10 años antes, en mi barrio. Nos besamos y él entonces llamó a un muchacho. No para presentármelo, sino para que se retirara del centro de la calle donde quedaban los últimos valientes de una manifestación. La policía iba a cargar y era mejor retirarse. Yo le dije aquello que nunca se debe decir: «qué guapo tu hijo», o sea, aquel niño que yo recordaba, una de esas criaturas que los padres llevaban a hombros en las manifestaciones de otro tiempo. El muchacho se acercó, modernete, sin haber alcanzado aún la categoría de hombre, y cuando ya no quedó más remedio que encarar las presentaciones, el viejo camarada dijo: «es mi pareja». Menos mal que yo ya tenía mundo suficiente como para no meterme en el embarazoso jardín de pedir disculpas y pasamos a hablar de esos hijos reales que eran mayores que el muchachillo. Yo dije: «cómo pasa el tiempo», que es una frase que no sirve para nada salvo para evitar pronunciar otra más desafortunada.