Os juro que la ví
«Esto no me lo merezco». Ay, cuántas veces he pensado esto. No cuando me invade una pena negra, no, sino cuando soy consciente de estar viviendo un momento de felicidad. La diferencia entre alegría y felicidad, según un personaje de Salinger, es que «la alegría es un líquido y la felicidad es un sólido». Así es exactamente cómo aprecio la felicidad, como algo que se puede tocar. Es entonces cuando me viene a la cabeza ese pensamiento, «esto no me lo merezco». No suelo expresarlo porque siempre hay alguien por ahí que te dice que eso es consecuencia de nuestra educación judeo-cristiana y blablabá. El célebre lugarcillo común. Yo me niego a que nadie me estropee con un lugarcillo común esa sensación tan grata de no merecimiento. Está en mi forma de ver las cosas desde que muy chica, y no creo que intervenga la culpa sino la celebración de un regalo que no esperabas.
El otro día viví uno de esos momentos. Viajé a Boston a dar una charla y el profesor Cristopher Maurer, gran especialista en Lorca y aledaños, se ofreció a darme un paseo mañanero por los alrededores. El campo del Estado de Massachusetts es de una belleza abrumadora y se encontraba en ese momento en que todos los capullos están como locos por abrirse y llenar el campo de hojas y de colores florales. Eso en sí ya emocionaría al corazón más opaco, pero es que además manteníamos una conversación animadísima en la que se mezclaban la erudición del profesor sobre el exilio español, mi incontenible curiosidad, su espíritu nada reservón con lo mucho que sabe y algo para mí más desconocido y apasionante: la historia de la comunidad intelectual que se asentó en el pueblo de Concord en el siglo XIX, Emerson, Thoreau, Alcott. Filósofos, defensores de una nueva pedagogía, abolicionistas, proclamadores de la desobediencia civil ante los abusos del Estado, grandes naturalistas.
Era una conversación de ida y vuelta, que viajaba de un lado a otro del océano y de un siglo a otro. El profesor Maurer me quería enseñar algunas de las casas de esos escritores. Como siempre que ando yo por medio la cosa intelectual tuvo su componente absurdo. Era muy cómico ver al profesor algo perdido, luchando con el plano encima del volante a la manera en que las personas desgarbadas hacen que parezca que tienen extremidades de más. Por otra parte, la conversación era tan cautivadora que el profesor Maurer dejaba de mirar al frente para mirarme a mí, como si en vez de en un coche estuviéramos en una cafetería, y yo, tan divertida como inquieta, no apartaba mis ojos de la carretera, tratando de sustituir absurdamente con mi mirada la suya.
Y en esto llegamos adonde teníamos que llegar, a una casita de madera pintada en gris, con aire de cuento, sencilla como si en ella hubieran habitado personas que practicaran la humildad como norma. Así era. Era la casa de Bronson Alcott, eminente pedagogo y algo más importante para mí, padre de Louisa May Alcott, la autora de la novela inspiradora de libertad y rebeldía de niñas de muchas generaciones, Mujercitas. A fuerza de traducciones deficientes e ilustraciones acarameladas esta historia de cuatro hermanas nos llegaba con una pátina de cursilería que la novela no tenía; aún así, no habrá habido otra lectura que haya empujado a tantas niñas fantasiosas a la escritura. El personaje de Jo March fue un modelo para las criaturas que no nos adecuábamos a la idea convencional de lo femenino. A nuestra Jo le gustaba usar una jerga no propia de chicas, subirse a los árboles, saltar vallas, correr, montar teatrillos y escribir cuentos. Jo, valiente e impetuosa, despreciadora de lo ñoño, se cortó la coleta para ayudar económicamente a la familia. Cómo no quererla a los nueve años. Cómo no querer tener un diario como ella para retratarte a ti misma como la más audaz de tu familia. La pequeña casa de la escritora crujía bajo nuestros pasos, mi altura era la adecuada para techos tan bajos, pero era fácil imaginar a Louisa, casi tan alta como el profesor Maurer, agacharse al pasar por debajo del marco de las puertas. Con la voz de la infatigable guía de fondo, me acerqué al tablerillo semicircular de madera en el que nuestra novelista había inventado en 1868 el mundo de sus mujercitas inspirándose en sus propias hermanas. Dos meses le llevó el libro. La réplica de un manuscrito reposaba sobre la humilde mesa y yo me concentraba en imaginar a esa mujer, una primavera de hace ciento treinta y dos años, levantando la vista de la página para que la mirada le descansara en esa naturaleza a punto de estallar. Al mismo tiempo, siguiendo con ese viaje de ida y vuelta que provocan las emociones, me veía a mí misma refugiada en un cuarto de atrás del piso donde vivimos en Palma de Mallorca. Me veía con mi libro de Bruguera, uno de aquellos que se podían leer siguiendo las ilustraciones o el texto, tratando de convertirme a mí misma en materia literaria. De pronto fui consciente de todo el trasiego vital que siguió al descubrimiento de aquel libro, de todo lo bueno y lo malo de esos cuarenta años. Entonces pensé, «esto no me lo merezco». Y sentí la felicidad, tan sólida como la presencia de esa mujer del XIX, que estaba ahí, en su mesa, escribiendo ese libro para mí. Os juro que la vi.