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Para qué sirve un beso

lunes 30 de mayo de 2011  

Cuánto me gusta reírme y qué poca gracia les encuentro a veces a los humoristas. Lo que en la vida diaria se da de manera tan frecuente y ligera, reírse de un malentendido o de un juego verbal, resulta muy forzado cuando se condensa en un monólogo. Para que un monólogo sea brillante no es que haya que ser gracioso, es que hay que ser un genio. Hubo dos genios del monólogo, Woody Allen y Jerry Seinfeld, que pasaron años probando sus historias en pubs; los dos eran herederos de la tradición de teatro humorístico judío que a principios de siglo brilló en humildes teatros de la Segunda Avenida neoyorquina. Hoy hay un genio en la televisión americana, se llama Bill Maher y es el tío más corrosivo que he escuchado nunca. Cuando quieres escuchar algo subversivo, algo que crees que a nadie se le podría pasar por la cabeza, y menos aún se atrevería a decirlo, ahí está Maher, que, sin perder la sonrisa ni amedrentarse ante ningún tema, le da un repaso a los fanáticos religiosos que anuncian el fin del mundo, a Trump o a Schwarzenegger.

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