Alto copete
«Queridos amigos, qué bien lo he pasado con vosotros en este 2010. Espero que la página os haya entretenido tanto como a mí. Hemos tenido de todo, polémicas, solidaridad, risas y mucha vitalidad. Sigámonos haciendo compañía en 2011, que esta página se convierta en un lugar cálido al que acudir diariamente. Os regalo este artículo navideño, que ya es un clásico»
El día debería ser más corto. Lo pienso cuando bajo los efectos del jetlag me levanto a las cinco y media de la mañana y me entra un desconsuelo que sólo se me ha de curar tomándome un café con porras. Me tiro a la calle y este frío americano que hace en España me muerde la cara. Cerca de casa tengo tres baretos que abren de madrugada: “El Torrezno”, “Alto Copete” y “El encierro”. Irme a tomar churros a un bar llamado “Torrezno”, tan temprano, me parece excesivo, “El Encierro” me da miedo buñuelesco, así que me decanto por “Alto Copete”. Qué diantres, me digo, ¡tiremos la casa por la ventana! La cafetería “Alto Copete” tiene un ambiente extraordinario a esas horas: unos cuantos hombres de mediana edad (no diré el oficio de dichos ciudadanos que luego vienen el colectivo de los susodichos a darte tu merecido) apoyados en la barra se meten entre pecho y espalda unos copazos de “Solysombra” que les obligan a emitir una especie de rebuzno después de cada sorbo, y una mujer, que lleva un cigarro literalmente colgado de un lado de la boca y, por el otro, suelta el humo como si fuera una cafetera, que con una mano sujeta el café y que con la otra echa monedas a la máquina y, como no hay suerte, se caga en la puta madre de alguien cuyo nombre no identifica. Si tuviera que calificar con un sólo adjetivo este bar no lo dudaría: “elenosalgadiense”.
En la cafetería “Alto Copete” hay dos televisores, en una emiten una serie de dibujos animados japoneses, en la otra el Gran Wyoming entrevista a Zapatero. No tienen sonido. Están sólo por dar vidilla. Con la musiquilla de la máquina tragaperras y la de algún móvil hay suficiente. De pronto, uno de los hombres, después del rebuzno que le sigue al sorbo de “Solysombra” que le sigue a la expulsión del humo del cigarro, le dice al otro: “¿Tú te sabes esa canción de a los tontos de Carabaña se les engaña con una caña?”. El compañero contesta, yo no. El tío es que no da crédito: “Pero cómo no te lo vas a saber, tío, si esa canción se la sabe todo el mundo”. Que no, que no me la sé. “Que no te la sabes, que no te la sabes, será que no te acuerdas”. Y se la tararea varias veces. Yo sí me la sé, pero me falta castizismo para tener la gracia de meterme en las conversaciones ajenas. Yo soy esa que está sentada en un taburete. Mojo el churro (con perdón) y trato de no mirar la prodigiosa exposición de seres vivos que se exhiben bajo la mampara de cristal: entre otros, un pulpo muerto, entero, que parece que va a sacar un tentáculo y te va a coger un churro y unos cuantos trozos perfectamente reconocibles (las orejillas, el pechito) de Babe el Cerdito Valiente. Todo ello sin descuidar el toque navideño consistente en un espumillón de lado a lado y su bola colgando. Como yo digo, hoy en día el escaparatismo es un arte.
Los días deberían ser más cortos. Siempre hay algún idiota que dice eso de “El día debería tener veintiocho horas”. ¿Para que puede querer un idiota que pronuncie semejante frase veintiocho horas? Me miro en el espejo del bar: con la cara de muerta que tengo ahora mismo sólo de pensar que habré de arrastrar el cuerpo hasta esta noche, Nochevieja, y esperar a las uvas y toda la pesca me da bajón existencial (¡y eso que este año tenemos el aliciente de que con 2007 también se puede hacer una bonita rima!). La ventaja de vivir fuera es que idealizas a la familia. La familia, el cogollito familiar, somos esos doce seres que estuvimos sentados en Nochebuena alrededor de una mesa llena de langostinos. Durante dos años intenté introducirles el concepto “Buffet”, o sea, que de pie, alrededor de la mesa, fuéramos picando de aquí y de allá, pero desistí, porque genéticamente no parecen preparados. Ellos se quedan un rato de pie mirando la comida, como desconcertados, y finalmente se sientan y esperan a que alguien reparta. Esas doce almas del cogollo familiar ponen el móvil al lado del plato. Doce almas, doce móviles. Me incluyo. Como el poli que se saca la pistola del cinto cuando llega a casa pero quiere tener el arma encima de la mesa porque, en el fondo, siempre está de servicio. Cada poco suena alguno. Todos conocemos perfectamente las sintonías de los otros, así que cuando una musiquilla suena todos a una dirigimos nuestras miradas al propietario del móvil. Calificaría esta escena de entrañable. Menos entrañable es que mientras entre nosotros, los presentes, cuesta que cuaje una conversación que no despega del vuelo rasante, cuando alguien recibe una llamada y habla por el móvil con alguna de sus amistades se transforma, entra en un estado de entusiasmo indescriptible. ¡Risas, chascarrillos, alegría! Luego cuelga y se desinfla. Incluso mi padre, que tanto anheló nuestro regreso, parece pasárselo infinitamente mejor cuando empieza su ronda de felicitaciones teléfonicas con sus viejas amistades. Y todo esto a voz en grito. Hay que agradecerle al móvil que nos haya devuelto intacta una escena del pasado: la gente ha vuelto a chillarle al teléfono. Esa costumbre de los abuelos, de la que nos cachondeábamos tanto, de chillarle al auricular como si no acabaran de creerse aquel invento, la practica hoy todo el mundo. Todo el mundo comparte sin pudor conversaciones privadas. Hay momentos en que son varios los que hablan por su móvil y la habitación vibra de conversaciones, sí, pero con seres de otras familias, que a su vez sólo se animarán cuando hablen por el móvil. Miro al espejo de Alto Copete y me digo, me quedan veinte horas hasta que esta pesadilla haya acabado. (No se preocupen por mi familia, ellos no se molestan, han hecho callo).
Feliz Año.