Lo Que No Queremos Ver
Dickens vive. De la misma forma que sobrevive Charles, el niño de 12 años que entró a trabajar en una fábrica de betún en 1824 mientras su padre cumplía condena en la cárcel por no poder hacer frente a sus deudas. Sobrevivió esa desdichada criatura en muchas de las novelas con las que el escritor se convirtió en uno de los primeros fenómenos populares de la literatura. El escritor la tuvo presente en Oliver Twist, en Cuento de Navidad, en Casa desolada, en David Copperfield. Toda la obra de este grande del que se cumple dentro de unos días el bicentenario está impregnada del sentimiento de humillación que padeció de niño, cuando despojado de la protección paterna, se vio trabajando de sol a sol en una fábrica infestada de ratas: «Rememoro con tristeza aquella época de mi vida, y muchas veces me olvido de que tengo una mujer y unos hijos, incluso de que soy un hombre». Su niñez explica un sentido de la justicia tan imperioso que estoy convencida de que influía en la resolución de sus argumentos: tras someter a los personajes a múltiples penurias, siempre hay alguien, un tercero, que restablece la verdad y devuelve al miserable la buena vida que le fue arrebatada. Tal vez eso explique la cabezonería con la que peleó en Estados Unidos unos derechos de autor que le habían sido negados por el mero hecho de no ser americano.