Ayer escuché varias veces el verbo procesionar en el telediario, que es un verbo que nació con la democracia y por la repentina necesidad que les entró a los Ayuntamientos de que en su jurisdicción se procesionara con tanto entusiasmo como en el pueblo de al lado. A esta revitalización de las procesiones contribuyó la izquierda en gran medida, debido al empeño de algunos políticos en situarse en la presidencia de dichas manifestaciones religiosas. Ya nadie parece acordarse de que, dejando a un lado las ciudades con una Semana Santa espectacular, las procesiones estaban en franca decadencia hasta que los políticos democráticos las convirtieron en manifestaciones culturales. Y los periodistas, obligados a retransmitir los pasos, se inventaron palabras técnicas para darle a su discurso el tonillo de experto en la materia: de ir en procesión los fieles pasaron a procesionar.
Según las estadísticas de la página web de este periódico ya somos 15.000 personas las que nos hemos interesado por esta noticia: Scarlett Johansson y Sean Penn ya no se esconden. Dice mucho a nuestro favor que en la valoración que hacemos de la noticia no la hemos considerado «imprescindible». O sea, entendemos que es posible participar en una tertulia sin saber que dicha pareja ya no se esconde y no por ello ser considerados mal informados. Pero eso no quita para que hagamos un clic entre tanto Sortu, tanta corrupción y tanto silencio de Rajoy y echemos una canita al aire.
Los escándalos de corrupción acabaron con la era socialista de Felipe González. Él mismo lo ha admitido con el tiempo, como también ha admitido (cosa que creo) que su tendencia a delegar en otros contribuyó a formar a grandes políticos pero también a que se cometieran muchas tropelías que no estaban sometidas al necesario sistema de control. De cualquier manera, una sociedad civil que aún tenía por costumbre reaccionar ante los malos usos de una joven democracia castigó al jefe, que es, al fin y al cabo, el último responsable.
España es ese país que se engolfa en su estancamiento. Perdón, decir España es mucho, mejor hablar de sus más vistosos grupos sociales, prensa y clase política. Engolfados estamos y estaremos en ese ponzoñoso asunto de las conversaciones del Gobierno con ETA. De nada sirve que, según rezan las encuestas, los españoles sitúen hoy el desempleo, el desencanto político o la corrupción como algunas de sus principales preocupaciones: si hay una voluntad de políticos y opinadores de colocar de nuevo, como tema prioritario, las maniobras del Gobierno con los terroristas, el resto de nuestros intereses serán aparcados. Utilizar el terrorismo como arma electoral es un viejo asunto; usarlo cuando parece que la banda agoniza (a pesar de la amenaza que siempre late en un animal moribundo) es darle una cobertura publicitaria a una gentuza que sufre al verse en segundo plano.
Nadie sabe cómo va a reaccionar ante una situación dramática. Nadie lo sabe. Más nos vale no presumir jamás de valentía. Pero sí se sabe algo de cómo se responde colectivamente a una catástrofe. Cuando se hablaba estos días pasados del ejemplar comportamiento del pueblo japonés, yo recordaba esos dos grandes atentados que viví de cerca, el 11 de septiembre neoyorquino y el 11 de marzo madrileño. Un sentimiento de solidaridad contagioso inundó las dos ciudades y no se puede decir que se produjera una respuesta histérica: a pesar de que Manhattan es una isla; a pesar de la inaceptable desinformación con que se gestionó el atentado de Atocha.
En ocasiones el mundo nos viene grande. Una catástrofe como la ocurrida en Japón, observada desde la barrera, nos conduce a pensar que hasta el país mejor pertrechado tecnológicamente es vulnerable a la brutalidad de un azote imprevisible de la naturaleza. De pronto, lo que no ha sido barrido por una gigantesca ola es amenazado por la radiactividad y lo que antes fuera el escenario de múltiples vidas se convierte en un territorio fantasma. Dado que comprender el alcance de tanto dolor ajeno es imposible y que el sentimiento de solidaridad siempre contiene una especie de alivio vergonzante por no haber sido tocados por la catástrofe, tratamos de aliviarnos con una mirada a lo doméstico, y lo que aquí nos encontramos es tan aburrido como irracional. Más de lo mismo. Más de lo mismo, en España, significa que puede salir el sol por Antequera, o sea, que el grado de provisionalidad es notable.
El día en que se hicieron públicas las perlas que el genio Galliano soltó por la boca imaginé cuántos subordinados de supuestos genios que hay en el mundo creativo estarían pensando, si yo hablara de mi jefe… No hay nada más corrosivo para un carácter narcisista que un grupo de aduladores sirviéndole de escudo ante la realidad y atribuyéndole el papel de genio en la comedia humana. Es una palabra corrosiva. Genio. Una palabra pronunciada alegremente por aquellos que viven tan encerrados en el mundo de la moda, por ejemplo, que no pueden pensar ni por un momento que tal vez sea exagerada esa consideración.
Cuando escuchamos a un negro americano pronunciar el célebre «hey, man», lo interpretamos como el «oye, tío» que tantas veces aparece en nuestro idioma. Pero el hecho de que ese «man» sea más común entre los negros tiene una dolorosa razón de sobra conocida en los Estados Unidos: no hace tantas décadas que los blancos utilizaban el «boy» para dirigirse a un negro. Ya podía el negro ser un anciano que nunca abandonaba su categoría de «chico», siéndole negada de por vida la mayoría de edad. Los negros sustituyeron con el apelativo «hombre» aquel humillante «chico» al que tantas veces se vieron obligados a responder.
Cáncer, esa palabra: se utiliza cuando se habla de supervivientes y se borra cuando se ha cobrado una vida. El eufemismo «larga enfermedad», usado con la buena intención de no desanimar a los que luchan contra ella, ha conseguido el efecto contrario: perpetuar el tabú en torno al nombre que la define y, por tanto, a la propia dolencia. Precisamente el día en que Esperanza Aguirre anuncia que se tiene que operar de un cáncer de mama ando yo leyendo un libro que ofrece una reflexión sobre las trampas del pensamiento positivo.
Hay un actor español que dentro de poco se presentará de esmoquin en la gala de los Oscar. La ideología, contra lo que se suele creer en España, no se lleva ni en la ropa ni en las formas. Alguien que «sabe estar» no es de derechas ni de izquierdas, es, simplemente, más educado. En los países en los que el cine forma parte intrínseca de la cultura popular eso se entiende perfectamente. Lo entienden los integrantes del gremio. Saben que no solo se hablará de los premios, también de los vestidos, las joyas, las miradas, la simpatía o la falta de elegancia. Es así. En Hollywood como en Cannes. En el libro Recordando a Kate, la Hepburn cuenta cómo durante años se negaba a ir a la ceremonia.