Catastrofismo
Pobres de aquellos que observen la realidad de España sólo a través de los medios de comunicación. Una semana enclaustrado en casa siguiendo este complicado momento de nuestro país sólo a través de lo que se escribe y se dice y el que está dentro querrá exiliarse y el que está fuera deseará no volver hasta que escampe. Esa cantinela derrotista no es nueva. Seguimos la estela de una arraigadísima tradición cultural. Una idea que sueltan las mentes preclaras como si la pronunciaran por primera vez: que los españoles no tenemos remedio, que antes o después nos hundiremos, que en nuestra carga genética está escrito que somos corruptos, marrulleros, y ahora, para rematar, que por no servir no hemos servido ni para construir una democracia. Lo extraordinario es que la misma fórmula derrotista sirve, cambiando los argumentos, para columnistas de muy distinto pelaje. Algunos, presiento, disfrutan con la bronca y han hecho de ella su medio de vida; otros (me incluyo), experimentan en ocasiones un pesimismo que ensombrece la percepción de la realidad. Pero hay que corregirse. La tendencia a pensar que España es víctima de una maldición de la que no podrá nunca escapar es estéril y más cercana al pensamiento mágico que al análisis racional. No hay nada que nos empuje a un inevitable destino trágico. Las personas a las que pagamos por representarnos, los políticos, deben corregirse, estar a la altura del momento. De nada sirve una oposición que quiere ganar a costa de pintar un panorama desolador. De poco sirve un presidente del Gobierno que no se dirige a la nación para explicar, de una vez por todas, la situación real en la que estamos inmersos y nos indica, como si fuéramos adultos, de qué manera debemos responder para salir del atolladero. Ni catastrofismo ni optimismo pueril, sino algo tan simple como la verdad.