Cuando te ves obligado a ocultar que estás enfermo
Recuerdo muy bien aquella tarde en la cafetería del Lincoln Center de Manhattan. Mi joven amigo me había dicho que necesitaba hablar urgentemente conmigo y allí estaba, esperándolo. Lo vi entrar con el rostro demudado, abriéndose paso precipitadamente entre las mesas y reprimiendo el llanto hasta que ya entre mis brazos pudo romper en sollozos. La confesión fue rápida: esa misma mañana le habían diagnosticado VIH. Aquel joven al que había conocido en el metro de Nueva York y había visto hacerse un hombre, tanto humana como profesionalmente, veía de pronto abrirse una grieta en su vida. Las preguntas de rigor acudieron a su mente: ¿Cuántas posibilidades tenía de desarrollar la enfermedad? ¿Cómo sería a partir de ese momento su vida íntima? ¿Lo debía mantener en secreto? ¿Sentiría el estigma asociado a esa enfermedad o eso era ya algo superado?