La Última
Tan bueno puede ser llegar como irse. Llegué a este espacio de 310 palabras hace 11 años. En estos 11 años me he esmerado por usar esas palabras para expresar más dudas que certezas. He tratado de dar mi opinión honradamente, aun presagiando en ocasiones que no sería bien recibida ni entre mis detractores ni entre mis amigos. He querido observar con respeto al adversario, aunque lo popular en nuestro país sea convertir al adversario en enemigo. He procurado no usar la columna como un púlpito, para eso ya están los gurús, los curas o los líderes, y yo no soy ninguna de esas tres cosas. He contenido mi ira, aunque sepa que la ira provoca más aplausos que la sensatez. He tratado de escribir en un tono de conversación, huyendo del griterío y de los puñetazos en la barra que tanto abundan. Eso sí, jamás he dejado de escribir lo que pensaba; habrá quien opine que he sido menos radical por aquello de no protestar por medio del insulto. Qué le voy a hacer. Todo esto no es algo que me haya propuesto: soy así, en esta columna y en la vida. Es posible que en ocasiones me pierda la buena educación, pero no puedo evitarla. Tampoco voy a pedir disculpas por ello.
He escrito sobre aquello que podía abarcar, jamás me he metido en asuntos que no controlara. Pero eso no me he librado de verme sacudida por unos cuantos líos, es algo inevitable: el que no se ve nunca en medio de una bronca es porque lo que escribe carece de importancia.
Me conformaría con pensar que gracias a alguna de estas columnas he provocado una conversación o he añadido un punto de vista algo original. Nada más que eso. Me voy de este rincón del periódico. Si viviera mi padre le tendría que explicar una y mil veces que no me han echado, que me marcho por voluntad propia. Él no lo hubiera entendido. Me habría dicho, ¿dejarlo, con la que está cayendo?