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El Dogma

miércoles 27 de septiembre de 2006  

Podemos estar tranquilos: al menos en los próximos cincuenta años Norman Foster no se queda sin trabajo. El fantasma del paro no ensombrecerá su estudio a orillas del Támesis, tampoco los estudios de Nouvel, Isozaki, Calatrava o Gehry. Porque en cualquier rincón del mundo, en el más humilde e inaccesible lugar del planeta habrá un ayuntamiento (no necesariamente español) que contrate sus servicios para que proyecten un edificio emblemático. Allá donde haya un río, Calatrava nos tenderá un puente, allá donde a la ciudad le sobre un hueco, Ghery plantará una tremenda carcasa. Hoy es Sevilla, según leo en el periódico, en la actuación sobre la factoría Cruzcampo, ayer fue Buenos Aires, Nueva York o Ciudad Real. Nadie quiere quedarse sin vestir su ciudad con una firma de relumbrón. El resultado es cómico: lo que se vende al público (o al votante) como el necesario toque audaz y contemporáneo que toda ciudad precisa, se convierte, a fuerza de recurrir siempre a los mismos estudios de arquitectura, en una originalidad que se repite por todas partes. Las ciudades, lo saben y lo defienden algunos arquitectos, no se construyen acumulando firmas prestigiosas. La ciudad necesita algo más que la impronta genial de un artista. Al contrario, el genio ha de plegarse a la ciudad, actuar con generosidad para diseñar lugares donde merezca la pena vivir, intervenciones que no estén al servicio del espectáculo sino de quien gasta la calle con sus pasos todos los días. Qué poco han gustado, al menos en España y en las dos últimas décadas, los adjetivos «agradable» y «habitable». Las ciudades nórdicas han sido más prudentes y han dejado que la pauta la marcara el urbanismo. Saldrán ganando. Pero quién se resiste hoy a quedar fuera de la gran disneylandia arquitectónica, no hay alcalde en el mundo que no quiera dejar un Foster como legado. Y a la vista está que siempre hay dinero, ¡siempre!, las arcas municipales nunca se vacían para cumplir con el ritual de esa obligatoriedad emblemática que nadie cuestiona. Se paga lo que haga falta. A veces los resultados son hermosos, claro, pero es posible que en el futuro se recuerde esta tendencia a contratar a arquitectos-estrella como el resultado de un dogma religioso que podríamos llamar Papanatismo.

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