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Sobre «Una palabra tuya»

lunes 13 de octubre de 2008  

Artículo de Kulin Katalin

De acuerdo con la dirección predominante de nuestra época, en la novela Una palabra tuya, obra de Elvira Lindo escrita en primera persona, la historia es algo contingente, secundario, y simplemente se refleja en la memoria. Rosario, la narradora, o más bien, el personaje que registra sus pensamientos, es un individuo que a base de las observaciones de su madre se siente de antemano condenada al fracaso, no tiene relación ni con su decrépita madre ni con Milagros, tan aferrada a ella y a quien consideran trastornada. Aunque después del instituto asiste algunos meses a la universidad, hace de limpiadora en una agencia de viajes, y luego, cuando de allí la despiden, se gana la vida como barrendera. Soledad postmodernista ideal, ausencia de objetivos y, con el mismo tono, un lenguaje y entorno adecuados. Lindo no aspira en absoluto a una expresión de nivel literario; el vocabulario vulgar de los discursos evocados, sus trillados giros, la jerga cruda y súper especializada de la sexualidad no nos ilusionan con ninguna suerte de obsoletos valores. De la casa, donde había vivido con su madre, después del entierro tira todo lo que pudiera recordar la vida o estrato pequeno-burgueses; no conocemos tampoco el ambiente supuestamente también pequeno-burgués de la hermana que visita una vez a la agónica madre. La casa de Milagros está adornada con pedazos sacados de los cubos de basura, además, allí está la calle, los parques que hay que barrer, llenos de toda clase de inmundicias, o los bares baratos y destartalados, calientes refugios de los barrenderos. La gente de la que algo oímos pertenece igualmente a este círculo, pero incluso entre ellos también es un tema de permanente actualidad Rosario, sospechosa por encontrarla diferente. Esta sospecha la confirma más todavía Milagros, de quien en vano trata de deshacerse. De Milagros ya en la escuela se burlaban, la empujaban a hacer las cosas más absurdas, pero en vez de dolerle estas cosas más bien se alegraba pues se había convertido en el centro de la atención. Fueron condiscípulas solo en la elemental, luego se encontrarían más tarde cuando la taxista Milagros descubrió a Rosario esperando en el frío en el paradero de autobuses, lo que hacía cada madrugada, y luego la llevaría a su trabajo. Por eso Rosario le parece a la gente lesbiana, y más tarde lo mismo sospechan también las barrenderas. Milagros trabaja como taxista en la empresa de su tío, pero por su extraña condición la deja pronto sin el empleo. Si por algún motivo no le cae bien el deseo de los viajeros pues en absoluto lo consentirá. Se droga y por las mañanas le ofrece lo mismo también a Milagros. Luego ella será también barrendera. No sabemos nada sobre la vida sexual de Milagros; más tarde nos enteramos que nunca había menstruado; es posible que de vez en cuando se acostara con alguna mujer. Lo que ocurre también una vez con Rosario, cuando trató de librarse del espectáculo de su madre muerta dejando que Milagros pasara con ella la noche. La escritora no concede ningún espacio a consideraciones propias de la moral sexual, ni negativa ni positivamente. A veces lleva a su casa a Morsa, chofer del camión de la basura, pero a él no la liga ningún sentimiento en particular. De sus experiencias con él en la cama habla con las mismas palabras groseras que utiliza en el caso de otros. Pero al hablar así ella aparentemente no califica sino simplemente formula las cosas sin tapujos. Tampoco es normal la vida sexual de su hermana: hace mucho que el marido no se acuesta con ella. Además, el tío de Milagros, quien se masturba cada mañana. Rosario no encubre nada: la gente, el entorno, la vida sexual o amorosa, todo lo pone ante nuestros ojos en su realidad más cruda. No hay espacio para los refinamientos ni para las ilusiones gratuitas. Su madre siempre la consideró como adulta precoz, y que siempre tendría una opinión sobre todo y sobre todos. Y esta es su alteridad, lo que la hace sufrir. Esta obligada opinión la tiene ella encerrada entre las rejas de su soledad. Nuestra primera lectura apunta al mundo postmoderno. Un mundo auténticamente fragmentado, un mundo sin relaciones verdaderas. Es diferente el «yo», pero también es diferente el otro. La basura de donde recoge Milagros, y de donde consigue los enseres de su casa, objetiva un procedimiento postmoderno. Así es como el artista compone a partir del basural de la cultura. Esto – como el trabajo de barrendero – puede concebirse hasta como alegoría: de esta sociedad no sale sino basura, basura que incesantemente se reproduce. Vómitos y excrementos humanos, manchas de esperma quedadas después del deseo carnal, el placer de la droga o la bebida, las latas de cerveza vacías tiradas por doquier. Esto es lo que dejan tras sí los jóvenes supuestamente ricos; este parque es su torcido jardín del Edén, y aunque no son ellos los que limpian no es clara la diferencia entre el mundo de los barrenderos y el suyo, ya que placeres como estos cualquiera puede conseguirlos, la dejadez es común, y común es el vacío de sus corazones. El psiquiatra, al que recurre Rosario tras ver caminar por la casa a su madre muerta, podría ser el único representante del orden social, pero es también falso, es incapaz no solo de ayudar sino también de comprender, sus conocimientos constan solo de esquemas vacíos. Al final de la obra muere el recién nacido encontrado por Milagros en uno
de los cubos de basura, y que pese a la oposición de Rosario lo lleva a casa como si fuera hijo suyo. Después de unos días de cobarde silencio, Rosario va a verla; el bebé está muerto, Milagros le guarda luto como madre y quiere enterrar a su hijo. Le piden a Morsa que las lleve – diciéndoles que en el cajón llevaban al gato – a una aldea bastante lejana. En el cementerio, Milagros cava la sepultura al pie de un árbol. Luego van a la casa donde había vivido Milagros con su madre. Dice que le gustaría quedarse allí por algún tiempo. Rosario y Morsa regresan, y Milagros se suicidará.

La terminación me sorprendió también en la primera lectura; por el tono indudablemente vulgar de toda la obra, por sus personajes y el entorno simplemente no encajaba en desenlace previsible. El alma se había colado tan silenciosamente que no conseguía sobreponerse a la primera impresión. Si concebimos la postura postmodernista como un descubrimiento de que son falsos los valores pregonados, que es solo aparente la responsabilidad asumida por todas las comunidades, que las huellas de la moral no pueden descubrirse ni siquiera en las formas de conducta dictadas por las vacías convenciones, pues indudablemente es esto lo que Una palabra tuya trasmite, no ilusiona, y todo esto lo atestiguan el ambiente, el lenguaje y los personajes. No hay nada que desenmascarar, el mundo es tal cual. Si el lector escudriña mejor, la segunda lectura le sacará de este charco cómodo, que no exige ningún esfuerzo, puesto que parece imposible de cambiar. El seguro diagnóstico ya no implica arreglo de cuentas con las ilusiones gratuitas, más bien abre nuevas salidas, empuja al límite de lo vivido, sugiere un cruce posible o necesario (?).

Paul de Man examina en su estudio el escrito elevado y positivo de Rousseau, y descubre en él la ironía que se refuta la impresión primera. Una palabra tuya no es elevado ni portador de valores, aunque da cabida a la ironía. Pero su segunda lectura sí que es una refutación. Se invierte y pierde vigencia todo lo que es vil, mezquino, vulgar, vacuidad y soledad. Haciendo eco de las enseñanzas de Derrida sobre la «différance» volví a leer Una palabra tuya. No pasó ni un día entre ambas lecturas, por no decir del transcurso inmensurablemente insignificante en el tiempo histórico. Y yo tampoco atravesé por ningún cambio en mi modo de ver. El tiempo transcurrido no pudo explicar la diferencia. Las últimas, digamos, cincuenta páginas resultaron consternantemente diferentes a las anteriores, pero la primera vez, esas siguieron determinando mi lectura, impidiéndome salir de su mundo. Me quedé sumida en la existencia vana que tanto fluye de todas las manifestaciones de nuestra época, y que vaciaran sobre mí sin miramientos los pensamientos de Rosario.

La segunda lectura, conociendo ya el final, se apartó y diferenció de la primera. Durante la lectura cada vez más profunda y atenta también a las oraciones incompletas poco a poco se fue desarrollando otro texto hasta anular por completo el mundo que originalmente parecía tan evidente.

La oración inicial: «No me gusta ni mi cara ni mi nombre.», la que la primera vez pasé por alto, ya que para mí no traía nada detrás, no sabía nada del que empezaba a hablar o escribir, ahora condensaba toda la lucha que libraba Rosario consigo misma. Era incapaz de aceptarse a sí misma a plenitud, aceptar toda su personalidad. (Como sabemos, en la concepción primitiva el nombre equivalía a la personalidad.)

Cuando una anciana le tira por casualidad la bolsa de basura sobre la cabeza, sus furiosos improperios son una reacción natural. Un vecino le pide que tenga algo de compasión. «?Y quién se compadece de mí?» – grita. Acto seguido añade: «Pero al final uno se acostumbra a estas cosas y le saldrán callos en el alma como los que llevamos en las manos.» Esconde y hace insignificante el primer grito, y solo en la segunda lectura nos damos cuenta de que esto es, por cierto, continuación de la primera oración mencionada de la escritura. Igual que la pregunta dirigida a Dios: ?Por qué yo (tengo, o sea, esta suerte)? Esta observación, como el hecho de que Rosario cree en Dios, no influye nuestra impresión general; cuanto menos porque evidentemente no cambia en nada la amargura de Rosario. El sacerdote, como el psiquiatra, no puede disolver su trastorno interno que siente por su madre difunta que reiteradamente se le aparece. Esta parte la entendemos con la nueva lectura: no se conforma con una explicación barata. Sus palabras dirigidas a Dios no son solo una simple queja del hombre insatisfecho con su destino. Analiza no solamente a los demás sino también a sí misma, y no engana con el resultado: «Yo soy la primera enemiga de mi misma.» «El fracaso es mío» – dice de su insatisfecha vivencia sexual. Estas oraciones esparcidas por el texto sin ningún acento particular contienen la historia «verdadera» de Rosario, las que termina y completa en la continuación de la ya mencionada frase «?Por qué yo?»: «Y me costaron muchos anos encontrar la respuesta. Creo que la encontré. ?Cómo es ella, y cómo será? Debe transformarse, y para ello debe revalorar todo lo que pensaba de los demás? Quiénes son los demás? ?Y cómo les encuentra? Morsa le parece simple y le
>utiliza solamente para aliviar sus necesidades sexuales. A Morsa le vio por primera vez tal como era en realidad cuando este no sabía que le miraba: «… hay que ver a la gente de la manera y en el momento precisos, cuando ignoran que les miramos, pues entonces son ellos mismos, son verdaderamente libres.» Esta ya no es la Rosario que reconocía tan excelentemente a las personas. La nueva Rosario dice: «!Qué poco sabemos de los demás!» Siempre quisiera librarse de Milagros, rara y considerada débil mental. Es incontenible cuando habla – dice. A Milagros también la utiliza, hace que la ayude a cuidar a su madre, a arreglar su cadáver y otras ocasiones. Pero: «No aguanto este amor incondicional. Esto era lo que me molestaba más.» De Milagros se burlan todos. «Todos los grupos necesitan un payaso.» Su comentario al respecto: «El payaso nunca está solo.» revela tácitamente su propia soledad. Rosario se inquieta porque Milagros hace de taxista sin tener carné de conducir, pero ésta sonríe contemplativa, como si dijera que «tú no tienes ni idea de lo que es la vida, querida mía.» El lector le cree a Rosario, quien piensa que Milagros «es un poco tonta, y además vienen los cigarrillos con droga, y así por supuesto que no tiene idea de nada.» A las palabras de Milagros: «si tú te suicidas, yo también me mato contigo…» nos parece justificado lo que Rosario añade para sí: «Oh Milagros, qué sabes tú del suicidio.» Pero otra vez una señal que entenderemos solo más tarde: «Qué poco sabemos de los demás.» Y una más: «… me atribuyó un papel (a ti siempre solo el trabajo…) que solo puede serlo un hermano mayor o una madre – como ahora me doy cuenta.» Al tiempo de la cita de los recuerdos se contrapone simultáneamente un pensamiento posterior, como en las observaciones que siguen: «Pero no veía más allá de mis narices. (Milagros le parecía una retrasada mental.) Ahora posteriormente todo encaja en su lugar. Así es en la vida, solo después resultará que todos somos muy inteligentes.»

En el parque a Rosario la molesta que algunos tiren la basura sin cuidado, que les parezca lógico que otros hagan la limpieza por ellos; al contrario, a Milagros eso le parece natural: «como si eso fuera el curso natural de la vida: unos ensucian, y luego otros limpian por ellos. Qué más da.» Lo que Rosario resume: «Quiere ser como un perro.» En el parque Milagros encuentra al bebé en el cubo de basura. Piensa que Dios se lo ha enviado a ella, porque le había pedido un niño al Cristo fosforescente que encontró previamente entre la basura. Roland Barthes sostiene que el análisis perfecto de una obra podría lograrse solamente reescribiéndole el texto. (Ahora ya he entendido a plenitud esa afirmación de Barthes.) Sirva esto de excusa para la comunicación que sigue , acaso demasiado pormenorizada. En realidad, sin mencionarse las citas y las circunstancias que las explican sería imposible abordar el giro inesperado que vienen en las, más o menos, 50 páginas que terminan la novela. En principio, a base de esto ya se habría tenido que valorar la imagen hasta allí formada. Pero la escritora buscó confundir a sus lectores. Así, por ejemplo, la fe de Milagros, sus ruegos al Senor, los conecta con una imagen de Cristo fosforescente y de extremado mal gusto, lo que simplemente no puede tomarse en serio. Por supuesto, Rosario no deja de atribuir esta repentina religiosidad de Milagros a una más de sus boberías. La ironía es evidente, para acceder a ella no se precisa de nueva lectura. Pero el método revalorativo de Paul de Man le sale al revés: en la segunda lectura la cursilería se eleva al rango de la vigencia. El criterio de Rosario empieza a invertirse (y con ello se vuelve inseguro el mundo en que hasta ese momento había vivido, y junto con él, también el del lector): «… sentí que no conocía a esa mujer (Milagros), o mejor, que solo en ese momento empezaba a conocerla.» Milagros también por primera vez se dirige a ella de manera diferente: «…sabes que habría entregado la vida por ti, como por otros también… siempre hablas conmigo, Rosario, como si fuera una débil mental, pero no lo soy.» La reacción de Rosario confirma el cambio: «…sentí, sé que es absurdo y que no es propio de mí, pero sentí que tal vez esa loca tenía razón… y que la generosidad consistía en que violábamos las normas y superábamos nuestros temores.» Ahora por primera vez yo he sido el perro y ella, el ama.»

En vez de Rosario, antes siempre dura consigo misma y con los otros, pasa al primer plano Milagros, la que dará muestras de profunda comprensión y compasión, de un tacto nada común: «Puedes reírte de mí, como siempre, pero yo pienso en ti. Cuando oigo que llevamos heridas en el corazón se me hace un nudo en la garganta, Rosario.» (No sabemos de qué heridas ni de quién habla, y, como tantas veces, la escritora deja al lector la interpretación.) Rosario le consiente a Milagros llevar al bebé a casa, pero teme exageradamente verse comprometida en el lío, y por eso la vuelve a llamar solo días después. Cuando por fin puede verla: «Por primera vez fui yo la que contaba los minutos para poder verle la cara a la nueva y misteriosa Milagros, que no me dejó verla el sábado.» Ha cambiado la relación entre las dos. Está algo celosa también porque si Milagros puede quedarse con el niñito ella ya no será lo más importante. «En lugar de aliviarme (por librarse de ella) de pronto me sentí un poco sola en el mundo.» «No solo Milagros es rara, yo también tengo problemas en la cabeza.» En la
>habitación donde se encuentra el niño, el hedor revela que ha muerto.
Rosario le acaricia instintivamente los cabellos a Milagros. Esta espontánea manifestación de cariño puede caber solamente en una Rosario ya cambiada o que está cambiando. «El suave sollozo (de Milagros) era como el de aquellos a los que no le quedaba ninguna esperanza.» Ha desaparecido la Milagros retrasada mental, la Milagros alegre a pesar de todas las burlas o dificultades. Este cambio confunde no solo a Rosario sino igual al lector. Principalmente porque Milagros vive el duelo como si realmente hubiera perdido a su hijo.

Sobre qué dirá Morsa si se van tan lejos a enterrar un gato, Rosario replica: «siempre ha creído que somos un poco chifladas.» Y las dos sonríen como si el secreto de la felicidad hubiese estado en la chifladura común. No hay comentarios para esta afirmación. Esta es también una de las senales que conducen a la revaloración. El secreto de la felicidad tal vez sea la desaparición de la diferencia entre ellas, el hecho de que ambas pertenecen a otro sistema de valores. Revela que han cambiado sus relaciones el que Rosario ya no podrá leerle los pensamientos. El desconsuelo reflejado en su rostro: «Tenía en la cara una expresión de alguien a quien yo nunca había visto. Ahora pienso que esa es la cara que tenía antes de que yo la conociera (esta última oración apunta nuevamente hacia adelante, hacia el futuro todavía por venir).»

Rosario revalora también la navidad cuando su padre le compra calzados. Veinticinco años después entiende que su padre la había utilizado de coartada, quería encontrarse con su enamorada. Esta mujer la acompañó al entierro de su ex mujer. «Me utilizó porque sabía que yo era la más inocente.» Entiende que solo el día del entierro había perdido el resto de esa inocencia. (Su eterno remordimiento proviene de que ya desde niña le había dicho su madre que juzgaba a las personas como adulta.)

La nueva comprensión se deja sentir en la respuesta que da a Morsa, quien no entiende por qué hacer tanta cosa por un gato: «tú qué sabes de lo que es estar sola en la vida. Es fácil juzgar a la gente.» El cambio lo subrayan más todavía las palabras de Morsa: «?y me lo dices tú, que toda la vida andas juzgando a la gente?» Morsa ocupa muy poco lugar en los pensamientos de Rosario. Sus relaciones fueron motivadas por una sonrisa que la muchacha dejó escapar involuntariamente y que ni ella entendiera. Hacían el amor esporádicamente y, por parte de Rosario, bastante mecánicamente. Su relación empieza a cambiar solo cuando el entierro del niño. Morsa presiente que debe decidir: «Rosario, a esta edad la gente aspira a … crear algo, algo propio.» No dice qué, y la reacción de Rosario tampoco contiene algo concreto: «Oh por Dios, Morsa, pensé.» Nuevamente otra señal que podrá interpretarse solo posteriormente. A falta de una palabra de aliento, Morsa ensaya una risa para hacerle creer que ya tenía olvidado lo que había dicho en el bar y que «yo no soy para ella tan importante que arruine su vida por mí.»

Rosario y Morsa miran con curiosidad a Milagros cuando ella regresa a su aldea, «como si fuera alguien diferente, como una hermana gemela allí quedada.» En la aldea, en su casa, Milagros resulta ser otra, misteriosa. A Rosario eso la llena de vergüenza. Milagros siempre la escuchó a ella con admiración, mientras ella trataba de guardar sus secretos para sí, igual que frente a Morsa, pues básicamente se consideraba a sí misma más que ellos. Ahora entendía que el pasado de Milagros era una enfermedad latente que ahora cobraba fuerza y la condenaba al infierno. Vio junto a la madre dormida o perdida entre la niebla, dada a un fin decidida a la Milagros siguiendo la rutina de todos los días guardando la apariencia de una vida normal y luego atrapada en una infancia extraña En el entierro Rosario lee como por casualidad en la Biblia: «Piedad de mí, oh Dios, por tu bondad, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, purifícame de mi pecado. Pues yo reconozco mi delito, mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, contra ti solo pequé, lo malo a tus ojos cometí.» (Salmos 51, versículos 3-6) Morsa, un tanto apartado – piensa Rosario – dice para sí esa mujer jamás sentirá nada. Le habría gustado decirme no me acostaré contigo cuando a ti se te ocurra. Rosario sigue leyendo el texto de la Biblia: «… Para que seas justo cuando hablas e irreprochable cuando juzgas. Mira que nací culpable, pecador me concibió mi madre…» (Salmos 51, vers. 6-7) Por la forma opaca en que se había formulado antes solo ahora aparecerá claramente en el texto que Milagros realizaba sus quehaceres cotidianos junto a la madre muerta.

Cuando Rosario parte de regreso da la impresión de que Milagros quiere decir algo, o pedir algo. «Una palabra tuya bastará para curarme – dice el evangelio.» Este versículo de la liturgia se inserta en el texto con tan poco acento que solo posteriormente descubrimos allí el título de la novela. Rosario no añade comentarios. Originalmente se refiere a Jesús o a Dios. Del hecho de que Rosario tiene remordimientos también podríamos deducir que quizá su palabra hubiera podido salvar a Milagros del suicidio. En la mañana esplendorosa y capaz de purificar interiormente al hombre, Rosario espera que Milagros también haya encontrado la felicidad y en la vida eterna se reúna con su madre y con su hijo. Al despedirse responde así a la pregunta de Rosario: «No estoy sola.» «Puede ser- piensa Rosario – que todo esté en esta frase, o también que nada.»

Tres días después vuelven a la aldea. Ahora también Rosario declara solo poco a poco que Milagros ha muerto y que van al entierro. El cura lee con tono soñoliento y desinteresado la Biblia. Entonces Rosario intercala en el texto los versículos 10-13 de Salmos 51 leídos por ella en un tono muy distinto en el entierro del bebé: «Aparta tu vista de mis yerros y borra todas mis culpas. Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en m interior un espíritu firme; no me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu.» Esta vez alude retrospectivamente con las palabras que – piensa ella – como si significaran nuestro futuro. Morsa no tuvo que darle un ultimátum. «Decidí después de leer los Salmos. Le vi como a quien podía querer, o como a quien ya quería. A la gente hay que verla cuando no saben que les miramos. «Y entonces supe que esa noche y la siguiente se quedaría conmigo, y vi claramente todo lo que vendría … que me daría un hijo … que nazca una nueva vida de esta Rosario… a la que no le gustan ni su cara ni su nombre, hagamos de ella una criatura inocente y bella… Quizá esta sea la única posibilidad de quitarle a mi alma la carga con que nací… de que se me perdonara el pecado original.» El encuentro y recolección de oraciones incompletas o completas que interrumpen de manera apenas perceptible la superficie del texto parecía el método inevitable del análisis. Debemos buscar no palabras, metáforas o símbolos que puedan interpretarse de muchas maneras, sino considerar como señal una declaración formalmente idéntica a otras declaraciones del texto.

La distinción de esta señal es posible principalmente por su desviación semántica del contexto. En las novelas de hoy suele cambiarse el orden temporal: uno u otro acontecimiento el escritor los inserta en el texto antes de que hayan ocurrido. Este anticipo novelístico en el tiempo muestra claramente que el suceso se desarrolla no en acontecimientos externos, y ni siquiera – como creíamos – en los mencionados recuerdos de ellos, sino en Rosario. La desviación puede ser de orden temporal: la inserción de la declaración, referente al pasado o por cumplirse en el futuro, en el curso de la consciencia presente. La analepsis y la prolepsis son válidas en todos los casos para el pensamiento. Por eso facilita el reconocimiento la ruptura presentada no en la historia sino en la conciencia. Pero esta rotura en el pensamiento queda oculta por la homogeneidad de las declaraciones: los pensamientos actuales y los pasados o futuros no ofrecen una diferencia formal, y en su contenido difieren solo en que en ellos descubrimos al declarante cambiado – o al menos inconsecuente.

Antes de las últimas 50 páginas la historia de Rosario podríamos resumirla con su peculiar remordimiento y su juicio que no admite pretextos sobre sí misma y los demás que la hicieron incapaz de una correspondencia afectiva. Historia de Milagros hasta antes de las últimas 50 páginas: la aceptación de todos y de todo. Según las informaciones obtenidas de Rosario, será tonta, simple, loca, monstrua.

¿En qué son idénticas ambas mujeres? No solo Milagros es especial, rara, sino también Rosario. Por eso le cae pesado que Milagros siempre quiera estar con ella. Eso acentúa su propia condición. Ambas son reprimidas al margen de la sociedad por ser diferentes: raras. Hasta los demás barrenderos las encuentran extrañas. Después del entierro de su madre, Rosario encontrará los zapatos que su padre le compró a los nueve anos. Como dice, será entonces que perdió su inocencia. En español la palabra inocencia es ambigua, también significa bobería. En este sentido también rige la identidad entre las dos. En la vida de ambas la infancia fue determinante. Milagros no se sobrepone (supera) a sus dolorosas experiencias de entonces. Por su parte, Rosario se considera tácitamente un monstruo porque piensa que jamás fue niña de verdad. De manera que Milagros será inocente mientras el papel de madre jugado con su bebé junto a la madre muerta no devenga en una maternidad realmente vivida. Rosario, por su parte, será una adulta capaz de sentir cuando haya reconocido su propia inocencia infantil.

Inocente es una palabra clave. La «salvación» de Rosario la traerá la inocencia del nino que se espera nacerá, y a Milagros le colmará la vida su bobería – el milagro atribuido al Cristo fosforescente: el bebé encontrado en el cubo de basura.

Ambos nombres contienen significados. Rosario implica oración, y Milagros, los hechos milagrosos. Rosario cree en Dios, pero no le reza, sino más bien interroga, no entiende por qué permite las injusticias. A Milagros sus propios rezos y solicitudes la hacen creyente. Según las nuevas concepciones teológicas proviene de Dios el que podamos rezar. La fe de ambas mujeres funciona como vaso comunicante. El bebé es un milagro pasajero; su muerte provoca el suicidio de Milagros. Como se sabe, el suicidio está considerado como la más grave infidelidad a Dios. Rosario no reza, no obstante a ella la libra del peso de sus remordimientos el milagro del amor y la esperanza.

Una sola palabra tuya me curará – cita Rosario el evangelio con una ligera modificación. En el original: «Solo pronuncia una palabra – dice el centurión y mi siervo quedará sano.» La cita, por su contexto, permite suponer también que Rosario hubiera tenido que pronunciarla al despedirse de Milagros. Pero Rosario no recibe castigo, al contrario: le espera una feliz vida familiar, un reempezar lleno de esperanzas, una inocencia que vivirá en su hijo.

La última palabra de Milagros a Rosario, mientras le acaricia la cara: «No estoy sola,» Rosario no puede interpretar esta declaración: «Puede ser que todo esté en esta frase, o también que nada.»

Con lo que da el título Una palabra tuya, Lindo pone a su lector ante un acertijo. ¿Quién dice, y a quién se dice esta única palabra? Y más todavía: ?qué es esta única palabra? La despedida de Milagros, referida a ella misma puede significar que está ya junto a su hijo y a su madre en la vida eterna, como lo espera Rosario. Pero el mensaje puede ser para Rosario, quien debe entender que la soledad no existe porque siempre estará con ella y con todos Aquél cuya única palabra es capaz de curar.

Contemplando estos dos destinos solubles en la fe, hemos de ver que son necesariamente diferentes y raros, igual que las mismas mujeres que los viven, y también como los viven.

Son dos mujeres entrelazadas y con sus roles intercambiados: la silenciosa Rosario y la inconteniblemente locuaz Milagros serán finalmente sustituidas por una Rosario capaz de manifestarse y por la enmudecida Milagros. Rosario, quien se creía de rango superior, reconoce que el conocimiento de Milagros es el verdadero, que ella es la madre protectora y la hermana. La humildad caracteriza ahora a Rosario, y la autoestima a Milagros. No solo que se trasforman, sino que quedan convertidas una en otra. Son inevitables las reminiscencias bíblicas: las últimas serán las primeras, y las primeras las últimas. Este gran cambio no deriva lógicamente de los antecedentes, ni de los caracteres. Un poder asombrosamente soberano ha dirigido sus vidas. Como si muchísimas veces se le hubieran escapado de las manos a la escritora, por no decir de la
interpretación del vacilante lector.

No cabe duda que Rosario y Milagros traspasan las fronteras de su mundo, y así lo anulan retrospectivamente, aunque no sus hechos, y liberan lo humano de la celda de la existencia desprovista de sentido. Esto ocurre en absoluto en el marco preceptivo de la vida cristiana corriente. Las soluciones, el desarrollo de sus vidas, están profundamente diseñadas para ellas, pero en absoluto son individualistas. De ahí el destino tan ligado de ambas mujeres, para que sea inequívoco – y de ahí también la importancia de Morsa cuando muere Milagros – que un cambio así es posible tan solo en la relación con el otro, y entonces también solo por la intervención de lo inconcebible, el milagro, y, supuestamente, el Señor del milagro.

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