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Elvira Lindo, una cuestión de estilo

sábado 9 de agosto de 2008  

Artículo de Antonio Muñoz Molina

En un hotel de Mallorca vive en familia la fase más descansada del raro oficio de la literatura, ese tiempo que transcurre entre el final de un libro y su aparición pública, entre la soledad de inventar y el tumulto siempre un poco angustioso de presentaciones. Le pregunto qué es mejor, si escribir o haber escrito, y me responde ,antes de decir una palabra, con una gran sonrisa de pereza y alivio: haber escrito, por supuesto, no tener la obligación de ponerse delante del ordenador, la tarea inquietante de volver sobre lo escrito hace meses y ya casi olvidado para corregirlo, para remediar descuidos. Una mañana de julio, en la terraza de un hotel de Mallorca, contra un fondo sonoro de voces inglesas de bañistas y chapuzones en el agua, Elvira Lindo se recuesta perezosamente en una hamaca y sonríe al pensar, no sin algo de incredulidad, que su novela está entregada, y que en Madrid la editorial trabaja en los detalles de la maquetación y la portada, y también que aún falta un tiempo considerable, casi dos meses, para que tenga que enfrentarse a las entrevistas y al desasosiego de esperar las críticas y las reacciones de los lectores, pero ni siquiera ahora se está quieta, no se abandona del todo a la indolencia. “Qué raro”, dice, como intrigada por uno de esos misterios del carácter propio que ni uno mismo sabe explicar, “que siendo yo tan vaga no pare nunca de trabajar. Pero en el fondo no tengo disciplina, yo como esos niños distraídos que necesitan la presión del maestro para aplicarse de verdad a algo”.
Y sin embargo, ni ahora mismo, mientras le pido que me cuente cosas sobre el proceso de invención y escritura de su novela, sentado frente a ella en la terraza, sabe estarse quieta, y me habla sin dejar de coser los bajos a unos pantalones vaqueros, con esa rápida destreza que hay siempre en sus gestos, lo mismo cuando teclea en un ordenador que cuando cocina o pone orden en la casa. Tras el primer plano sonoro de los chapuzones en la piscina viene el rumor algo más lejano de las olas breves y débiles en la orilla. Ahora es un buen momento para recordar gustosamente dónde estuvo ese punto de partida, tantas veces casual, que pone en marcha ese mundo a la vez ilusorio y verdadero que es una novela.
-La primera idea fue una imagen muy clara, dos mujeres hablan de algo que les importa mucho a las dos, una desgracia que acaba de suceder, pero esa desgracia no es lo que les parece más grave: a una le importa más el dinero, y a la otra lo que le importa es la vergüenza. Era de esas veces en las que no tienes que esforzarte para inventar, porque el diálogo estaba entero en mi cabeza mucho antes de escribirlo.
-¿Las imaginabas físicamente?
-Desde luego. Una de ellas con estilo, burguesa, o por lo menos con una posición sólida, con el pelo liso, atractiva, aunque a veces tenga un gesto un poco rígido; la otra con el pelo rizado, más claro, con una cierta belleza natural, una de esas mujeres de esqueleto grande, pero poco sensual, poco preocupada por gustar. Esa es una de las grandes diferencias entre las dos: Eulalia, la mujer bien situada, siente la necesidad de gustar, y eso le provoca ansiedad, preguntarse siempre si estará gustando.
La novela en la que esas dos mujeres se citan para un encuentro en el que, como sugiere su título, deberán enfrentarse a algo más inesperado que la muerte, empezó siendo un largo diálogo, e incluso hubo el proyecto de hacer una obra de teatro. En el cine español de los últimos años los diálogos escritos por Elvira Lindo han despertado una admiración casi unánime, y en todos sus libros anteriores, lo mismo que en sus intervenciones radiofónicas, la palabra hablada ha sonado con una frescura y una riqueza inventiva casi olvidadas entre nosotros. Pero ella se dio cuenta, cuando surgieron en su imaginación esas dos mujeres, la una frente a la otra, distintas y unidas por un vínculo secreto que una no puede y la otra no quiere romper, que esta vez la historia que estaba inventando no podía ser escrita para el cine, y además que el presente inmediato de la conversación tendría ramificaciones temporales en las que hasta ahora ella no se había internado.
-A mí me gusta mucho escribir para el cine, pero cuando se escribe un guión hay muchas cosas que no pueden explicarse. Hay pensamientos muy íntimos que el diálogo no puede revelar. Y en el cine no hay tiempo para contar muchas cosas. En ese sentido la novela me parece más completa, más satisfactoria.
-Pero esta vez te has permitido libertades que no estaban en tus libros anteriores, ni siquiera en El otro barrio. Ahora has contado una historia que se remonta a los años de la República y de la guerra civil…
-Eso me costaba, porque yo tengo la costumbre de escribir de una manera muy práctica, pensando en lo que es necesario para el desarrollo de la narración, y enseguida temo que algo esté de sobra si no va directamente al núcleo de la historia. A diferencia de muchos escritores, no tengo indulgencia para lo que yo misma escribo, yo creo que porque me formé escribiendo en la radio, haciendo cosas que tenían que leerse de manera inmediata. En esta novela se me ocurrían sucesos y personajes que se apartaban del relato central, y no estaba segura de dejarme llevar por ellas, pero me di cuenta de que tenía que atreverme, porque todos esos detalles formaban parte de la historia que yo quería contar. Hubo un momento en que necesité inventar algo muy raro que le pasa a uno de los personajes, durante la guerra, una de esas historias que se leen en libros de memorias. Y de pronto se me ocurrió, lo vi, vi lo que le había sucedido a ese hombre cambiándole la vida.
-¿Y te acuerdas dónde estabas cuando se te ocurrió?
-Claro que me acuerdo: estaba en la peluquería. Estaban lavándome el pelo y lo vi con toda claridad.
Empezó esta novela una tarde de octubre, el año pasado, en Nueva York. Ella dice que es muy inconstante, pero en aquellos días, tan pocas semanas después del casi apocalipsis de las torres gemelas, cuando vivíamos en un sobresalto continuo de sirenas policiales y noticias alarmantes, ella se sentaba frente al ordenador, junto a un ventanal que daba a Lincoln Square, y escribía sin darse cuenta de que la luz de la tarde se estaba extinguiendo, lentamente suplantada por la claridad escasa de las farolas de Manhattan. Entonces se le olvidaba el miedo a los atentados, a los aviones, al polvo blanco del ántrax que parecía estar en cualquier parte. Yo me asomaba a su cuarto de trabajo, le decía que me marchaba y ella me decía adiós sin apartar del todo la vista de la pantalla. Cuando regresaba, varias horas más tarde, trayendo conmigo el frío de la calle y una bolsa con sandwiches judíos y ensalada de col para la cena, Elvira seguía escribiendo, y yo entraba con sigilo en la habitación, por miedo a sobersaltarla, a hacerla salir demasiado bruscamente del mundo imaginario que había ido tejiendo en torno suyo. Durante esas horas no habíamos estado en la misma ciudad: ella había vivido en el Madrid de la posguerra y en el de los años setenta, en Málaga unos días antes de que la tomaran las tropas franquistas, en un pequeño piso de extrarradio donde una mujer aguarda a otra, junto a una habitación donde hay algo que no se atreve a mirar, y calcula una por una las palabras que va a decirle, el modo en que le hará saber algo que ya ha cambiado para siempre las vidas de las dos.
Hasta ahora, las narraciones de Elvira Lindo han sucedido en el mismo ámbito temporal en el que se escribían: en esta novela el presente de la vida es igual de tangible que en cualquiera de sus historias anteriores, y podría decirse que la historia entera está contenida en un viaje angustiado en taxi por el Madrid de ahora mismo, el de una mujer que ha salido de compras en una tarde lluviosa de invierno y recibe de pronto una llamada de teléfono, y sin saber muy bien por qué deja a un lado sus compromisos para acceder a una invitación que en el fondo es una orden no explicada. Pero a las pocas páginas la novela se dilata en dirección a un pasado más lejano que la memoria personal, en un vértigo de viaje en el tiempo que es también un tránsito hacia los paisajes de la perifieria de Madrid. Hay otra novedad en este libro: el humorismo a la vez instintivo y cuidadosamente calculado que nunca falta en las historias de Elvira Lindo ha dejado paso a una tonalidad sombría, a una observación muy ácida de la debilidad y de la mezquindad humana. Hay un par de personajes admirables, un hombre y una mujer, pero los dos pertenecen a un tiempo pasado, el de la izquierda ilustrada de la República y el del antifranquismo obrero. Casi todas las demás figuras que se cruzan en la novela, que hablan, recuerdan, piensan lo que nunca se atreverán a decir, calculan, lo mismo hombres que mujeres, dejan en el lector una impresión amarga, de impostura, de fraude.
-Viniendo de una mujer, los retratos femeninos en particular no son nada complacientes.
-En muchas novelas, incluso novelas escritas por mujeres, se repiten los estereotipos sobre lo femenino y lo masculino, que si los hombres son más prácticos, que si a las mujeres les importan más los sentimientos. Es verdad que a los hombres les cuesta en general hablar de sentimientos, pero eso no quiere decir que sean menos sentimentales, y menos todavía que las mujeres no puedan ser prácticas e interesadas. En mi novela, a Eulalia le importa mucho conservar el status social que ha conseguido, y para Teresa ni la sensualidad ni el amor tienen mucho atractivo.
-Y esos hombres, tan lamentables, vacuos o incompetentes, o las dos cosas a la vez. Ese escritor, tan fatuo, y el otro, Jorge, el más joven, que prometía tanto, y se queda en casi nada…
-El escritor, como pasa muchas veces, de cara a su público es muy profundo, pero en la realidad cercana es frívolo, vanidoso. Nosotros hemos conocido a unos cuantos… En cuanto al otro, Jorge, también hemos conocido a mucha gente así, personas que de jóvenes prometían mucho, parecía que iban a hacer algo grande, pero pasa el tiempo y no hacen nada, se acomodan, y cuando llegan a la madurez no queda ni rastro de lo que prometían. Es un tipo de personaje que abundó mucho en la Transición, cuando había tantas promesas, cuando para algunos era tan fácil tener posiciones ideológicas que parecían audaces, opiniones contundentes sobre cualquier cosa. A los que no veíamos las cosas tan claras esos personajes nos impresionaban mucho.
El despertar inquieto de la adolescencia le sobrevino a Elvira justo en aquellos años del inmediato postfranquismo: de lo mejor de entonces queda una presencia conmovida en la novela, de las verbenas populares con banderas rojas, del vendabal reivindicativo en los barrios y el regreso a la plena luz de los viejos militantes perseguidos, los que revelaban de pronto la dignidad de una resistencia que apenas dejó rastros de memoria en la mezquina España de los años ochenta y que casi nadie agradeció. La admiración por aquellos que habían sobrevivido a condenas a muerte y años de cárcel y ahora militaban en las asociaciones de vecinos o servían vasos de plástico con daiquiri en las casetas del PC influyó tanto a Elvira como su recelo instintivo ante los enterados arrogantes de la llamada progresía, los proveedores de certezas absolutas que estaban tan pagados de sí mismos y de sus ortodoxias y anatemas que no se molestaban en fijarse en la realidad, a no ser para dictaminar condenas inapelables de lo que no era correcto. Desde entonces, la incertidumbre, en Elvira, no ha sido sólo un rasgo natural, sino también una actitud hacia el mundo: ha hecho tantas cosas, ha escrito guiones para radio y televisión, libros acerca de un niño de barrio que son excelente literatura, guiones de películas, novelas, y sin embargo me dice que no siente del todo que pertenezca a ningún oficio. Le pregunto por esa movilidad, por ese desasosiego de anguila con que pasa de un trabajo a otro. Yo, que tiendo a la lentitud, a aturdirme ante cualquier novedad, quiero saber a hacer algo muy bien y a abandonarlo enseguida, y ella parece, por la expresión de su cara, no haberse hecho nunca esta pregunta, de modo que me temo que su respuesta sea improvisada: pero la improvisación, en Elvira, puede ser muy engañosa.
-¿Qué por qué cambio tanto? Pues yo creo que porque me aburro fácilmente. No me imagino haciendo siempre lo mismo, soy impaciente. Me gusta mucho la literatura, pero el mundo de los escritores me cansa, y yo no me considero una intelectual, no tengo un interés general por toda la cultura. Me gusta la libertad de escribir, pero me cansa que sea un trabajo solitario. Como me gusta mucho conversar y trabajar con gente, como se hace en la radio, disfruto trabajando en el cine, pero eso mismo acaba pronto cansándome, ese gremialismo besucón que hay muchas veces en la gente del cine, esos cariños que parecen para toda la vida y se acaban al terminar una película. Lo que me gusta menos es pensar que uno tiene que pertenecer a un grupo.
Y esa convicción de no pertenecer puedo asegurar que la pone rigurosamente en práctica: ha escrito algunos de los libros que más éxito tienen entre los niños de unos cuantos países europeos y de América Latina, pero no pertenece al mundo de la literatura infantil, igual que no pertenece al mundo del cine por haber firmado algunos de los guiones más celebrados del reciente cine español.
-Tú haces más cosas que nadie –le digo- y además juegas a lo contrario que casi todo el mundo. Casi todo el mundo, en nuestro trabajo, finge saber más de lo que sabe, y tú haces unas crónicas en las que juegas a parecer mucho más frívola de lo que eres. ¿No te da miedo que te juzguen por ese personaje, que en un país tan literal como éste se tome en serio lo que tú dices en broma?
-Pues el que se tome esas cosas en serio lo siento mucho, porque si no sabe percibir la ironía es que no es muy inteligente. A mí me gusta hacer de mí un personaje cómico, que está lleno de defectos, como lo han estado siempre los personajes humorísticos. Pero el humor en España ha consistido casi siempre en que el humorista se ríe de los demás, nunca de sí mismo. Yo leo algunas novelas y me parece increíble que el autor haga un protagonista que tiene tantos méritos, que claramente es un reflejo de la idea que el autor tiene de sí mismo: no les falta nada, ni belleza, ni inteligencia, ni audacia. Es como esas aventuras que nos imaginábamos en la adolescencia, en las que uno quedaba siempre muy bien, muy literario. A mí me han gustado siempre mucho esos autores que hacían humor a partir de sí mismos, como Woody Allen, o como Bashevis Singer, que inventa esos personajes enamoradizos y angustiados, llenos de deseos y de remordimientos.
Bashevis Singer, Woody Allen, John Cheever, las canciones de Gershwin o de Cole Porter, las heroínas de Pérez Galdós: huyendo de los trabajos, de los estereotipos, de las figuras aceptadas o aceptables de lo que es un escritor, Elvira se ha inventado para sí misma una tradición en la que se siente cómoda, un perfil posible de lo que le gusta ser: no una intelectual, desde luego, porque, como se ve claro en la literatura norteamericana, un escritor no tiene por qué serlo, y porque ella, lo dice con perfecta sinceridad, no tiene un interés incondicional por lo que se llama la cultura. Ha leído, desde que era una niña fantasiosa y comedianta, muchos más de lo que pueden imaginarse quienes la confunden con el personaje de sus columnas dominicales, del mismo modo que es más reflexiva de lo que uno imaginaría viéndola actuar con esa rapidez tan desahogada de sus gestos, pero no hay el menor rastro de gravedad libresca ni en su manera de escribir ni de hablar. Ha logrado que parezcan espontáneos los veloces diálogos y los golpes de humor que abundan en todo lo que escribe, y sabe esconder el esfuerzo que hace posible la claridad de su estilo, aunque tampoco ignora que en España la pomposa pesadez tiene más prestigio que la ligereza. Agradece cada día la buena suerte de ganarse la vida con un trabajo que permite tanta libertad, que tiene tanto que ver con las cosas que a uno más le gustan. Yo creo que lo que más le importa, desde que era muy joven, es vivir con arreglo a un cierto sentido estético, a unas formas a la vez muy cuidadosas y muy personales, y por eso le desagradaba tanto el desarreglo progre de los años setenta, la indiferencia a la belleza de los pormenores de la vida cotidiana, y en el que es muy fácil incurrir, a poco que uno se abandone. Pero en ese aspecto ella nunca baja la guardia, nunca se resigna a aceptar rutinariamente la fealdad en las cosas que la rodean, las faltas de delicadeza en el comportamiento. Hay escritores que cuidan mucho su prosa y no son capaces de percibir ni de cuidar los objetos que tienen a su alrededor: Elvira pone el mismo cuidado en escribir un artículo que en elegir una prenda de ropa, unas sandalias, el color de la pintura de una pared, la disposición de las copas en la mesa donde va a recibir a unos amigos.
-La estética, todo lo que antes parecía burgués, eso me ha gustado mucho siempre, el estilo, sobre todo esa clase de estilo de quienes no parece que lo tienen, o no se preocupan mucho por tenerlo. Emilio Lledó, por ejemplo, que es tan sabio, y tiene ese estilazo vistiendo, esas chaquetas, esas corbatas de punto, o Paco Nieva. El estilo no tiene nada que ver con la moda. Hay gente que sigue la moda fanáticamente y sin embargo no llega a tener estilo nunca.
Yo creo que si tengo que definir a Elvira, la clave estaría en eso, en un cierto estilo que no está nada calculado, aunque sea el resultado de una serie de elecciones instintivas que ya parece que estaban en ella cuando uno mira sus fotos de niña. Un estilo de escribir y de vivir, que es tan suyo como su voz o como su manera de caminar, como la ironía con la que se mira a sí misma y a quienes la rodeamos, convirtiéndonos a todos en personajes de la comedia que está sucediendo siempre en su imaginación. Pero la ironía se diferencia de la burla en que tiene una veladura de melancolía, inseparable de la ternura, de la conciencia de la fragilidad de las cosas y de la huida sigilosa del tiempo: hay un pudor en el descaro y en el humorismo, un no decidirse del todo a hablar en serio, a dar cuenta del dolor y de la oscuridad que se esconde en cada uno de nosotros. En esta novela, por primera vez, Elvira Lindo ha vencido ese pudor, ha querido y sabido abandonarse a una invención que calaba muy hondo en las almas de los hombres y de las mujeres y en los infortunios de la historia española del último siglo. Ahora tendría derecho a descansar, pero no sabe, siempre anda un poco acelerada, y enseguida se levanta de su butaca y busca un teléfono en la agenda, llama a la radio para concertar algún detalle de sus entrevistas. De pronto se acuerda de otra novela que empezó a escribir y dejó a un lado hace un par de años, y es posible que sin decir nada ya esté inventando pormenores futuros, diálogos que surgen enteros en su imaginación, como si los hubiera escuchado y sólo tuviera que transcribirlos. Ojalá no tarde mucho en sentarse de nuevo a escribir.

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