Papá, ven en tren
«Aunque parezca increíble, hay tanta verdad en este capítulo…»
Elvira Lindo
Esta mañana me llama mi padre y me dice que está escribiendo una carta al director. «¿Será elogiosa?», pregunto. Me contesta: «No, pero no te preocupes, que yo firmo con seudónimo». Menos mal que me explicó enseguida que la carta en cuestión era sobre la sección de Salud porque por un momento pensé que iba contra mí. No quisiera que acabáramos como Vargas Llosa y su hijo. Mi padre se pasa la vida indignado con la sección de Salud. Él se va a la cama todas las noches con su enciclopedia médica y, dado que posee, según él mismo afirma, una mente privilegiada, antes de que los científicos vayan, él ya ha vuelto. La indignación de mi padre era porque alguien ha dicho —según él, un ignorante— que el incienso es cancerígeno:
—Conste que a mí los efectos secundarios del incienso, hablando en plata, me la traen floja, porque yo no he pisado una iglesia más que en situaciones extremas, que si te casas y tal, esas cosas en que te ves involucrado, pero que no me venga ese científico con que el incienso mata, qué coño va a ser el incienso cancerígeno, ¿pero le ha visto ese tío la cara a un cura alguna vez? Hombre, por Dios. Si le dan ganas a uno de ponerse una mascarilla de incienso para vivir cien años.
—Bueno, ¿y yo qué quieres que haga? —le dije.
—Pues que llames a la sección de Cartas al director para que me publiquen la carta, porque si encima de que pierdo una hora escribiendo del incienso, que ya te digo, a mí ni me va ni me viene, luego no me la publican, sinceramente, es que ni me molesto. Pero con una llamadita, que tú digas, mi padre va a escribir del incienso, digo yo que si te dejan escribir tus chorradas será porque tienes mano. Y yo firmo, eso sí, con identidad ficticia, que no te quiero comprometer.
Le dije que bueno, que llamaría, pero que en el periódico eran muy suyos. «¿Pero tú no conocías a un Polanco?». «Bueno, papá», le dije, «déjame, ya veré yo la manera». Antes de despedirse me dice: «No me dediques más artículos que luego me veo en la obligación de enmarcarlos y ya no tengo pared. A no ser que quite el premio que te dio la Dirección General de Tráfico, y ése no lo quito porque de alguna manera lo siento como mío». Mi padre hablaba de un premio que gané con 10 añitos, pero no vengo aquí a desempolvar entrañables recuerdos. Esta historia es de rabiosa actualidad:
A principios de verano mi padre vino a visitarnos. Venía por la Nacional VI, completamente sereno (declararía más tarde) porque el vino se lo bebió después, en mi casa, pero a los pocos días recibió una multa por exceso de velocidad. Mi padre, que lo recurre todo, no sólo protestó la multa, sino que escribió al director general de Tráfico. En esa carta exigía que se le retirara la sanción, pero no todo eran exigencias, también se ofrecía (generosamente) a racionalizar el tráfico. «Algo sé de esto», le decía al director, y le recordaba la redacción con la que yo gané aquel premio de Tráfico, «Redacción», puntualizaba mi insigne padre, «que yo le escribí prácticamente a la niña, ya sabe usted cómo son estas cosas». El director general de Tráfico ha contestado amablemente, me manda recuerdos. He intentado evitarlo, pero mi padre ha llevado a enmarcar la carta. Y como no tiene sitio ha quitado una foto de cuando éramos pequeños. ¡Ah! y, además, le han quitado la multa.