El Resplandor
«Esta tarde le he vuelto a leer este Tinto a Antonio, a él le gusta que se los lea ahora, pasado el tiempo, en voz alta. Y nos hemos reído como tontos, y felices»
Elvira Lindo
Dicho lo cual, se sentó en el poyete. Yo entré sigilosamente en su cuartillo para ver de qué se trataba y me quedé muerta: era una postal. Para la niña, que está en un campamento. A continuación transcribo el contenido: «Hola, corazón de mi alma. Hoy he hecho canelones y me he acordado de lo que te gustan y se me ha hecho un nudo en la garganta. No crezcas demasiado que luego sabes que me impresiono. El manzano ya es más alto que Elvira. El año que viene será como tú. Pásalo bien y come, aunque la comida no sea tan rica como la que te hago yo. Chiquitín ha ido esta mañana a tu cuarto y se ha dormido encima de tus chanclas. Ya está sonando el móvil de Evelio en el váter. No te olvides de tu pobre padre». Verdaderamente, no se podía decir que se hubiera matao. Le abrí el diario por si era ahí donde había volcado su caudal creativo. Transcribo el contenido: «Estoy en mi despacho escribiendo una postal a la niña. He hecho canelones y mientras los cocinaba la echaba de menos. Es meterme al despacho y sonar el móvil de Evelio, manda huevos. Me voy al poyete». No me negarán que no es preocupante. Lo encontrarán exagerado, pero me recordaba un poco a cuando la mujer de El resplandor descubre que su marido, Jack Nicholson, lleva escribiendo la misma frase todo el invierno. Será que he visto muchas películas, pero a mí la gente de mi familia enseguida me da aprensión. Les cojo susto. Y como me obsesione me acuesto en la cama con el móvil debajo de la almohada y teniendo marcado el teléfono de la Guardia Civil, porque dormir sola con un hombre en mitad del campo, aunque sea tu santo, es siempre un riesgo. Que las criaturas estamos muy mal de las cabezas.
Total, que salgo al jardín y lo veo ahí, en el poyete. Voy y le digo, como de pasada: «Cariño, ¿has agrandado tu obra?»; y me dice: «Pero qué coño voy a agrandar, por Dios, si es que no puedo vivir, si es que me has llenado la vida de operarios, si es que esto hubiera acabado hasta con Stendhal, que me vais a volver loco, que en cada rincón que me acoplo aparece uno por una ventana. Y el móvil sonando sin parar. Un día, te lo aviso, éste se traga el móvil mientras suena la canción de Bisbal. Y luego que me denuncie. Más tranquilo viviré en una celda de Soto del Real, fíjate lo que te digo, que se viene uno al campo a descansar y te crecen los Evelios».
Efectivamente, los Evelios se habían multiplicado. Había un Evelio en cada ventana. Cuando no le sonaba el móvil a uno («Ave María, cuándo serás…»), le sonaba al otro («Corazón latino»), o a otro («Ellas, tan dulces y tan bellas…»). Evelio había llamado a sus cuñados y se habían puesto a pintar las verjas que dejó sin terminar el año pasado. Ya nos habíamos acostumbrado a que estuvieran de color naranja oxidado. Mi santo se levantó del poyete e hizo lo siguiente: le dio las llaves a Evelio, le dijo: «Evelio, éste es el número de la alarma, aquí se enciende el riego automático, hay un cocido congelado en la nevera, tome mi mochila de fumigación, sus niños pueden venir a bañarse en la piscina, aproveche las instalaciones y que pasen un feliz verano». Dicho esto y por primera vez en nuestra vida, me miró y dijo una frase histórica: «Me voy a Madrid, tú verás lo que haces». Me metí en el coche y no abrí la boca en todo el camino. Cómo me iba a atrever a decirle que en nuestro piso de Madrid están instalando el gas ciudad aprovechando nuestra ausencia. Me dije a mí misma, para qué adelantar acontecimientos. Y a la altura de Villalba me dormí.