El Príncipe Encantado
«Qué voy a decir de este capítulo del Tinto de Verano, pues… que es uno de los que más me gustan. Tal vez porque no era absolutamente cómico sino que había algo más. Al menos, a mí me lo parece. Me acuerdo que aquel día me llamaron Enma Cohen y Fernán Gómez porque les había gustado mucho. Ay, Fernando, qué alegría haberlo conocido…»
Elvira Lindo
En la vida matrimonial ocurren fenómenos extraños. Hay mañanas en las que basta que tú digas: esta noche no he pegado ojo, para que él conteste, ni yo tampoco. En los matrimonios hay cierta competencia por ver quién ha dormido peor. Da miedo pensar en un matrimonio desvelado, en silencio, en la oscuridad, boca arriba, igual de muertos que los amantes de Teruel. Una madrugada estaba yo empleando mis horas de insomnio en pensar en las ventajas de la clonación humana (con vistas a clonarme durante el verano y dejar a mi clonada en esta felicidad campestre. Que se joda la clonada) cuando oigo una voz verdaderamente varonil que me dice: ‘Una rana acaba de tirarse a la piscina’. La voz varonil pertenecía a mi cónyuge, quién si no yace a diario en mi colchón de látex. Aun así, oír en la oscuridad una afirmación semejante me erizó el vello. Cierto es que yo, en este silencio que no es silencio (es un cachondeo de búhos y de grillos que, de verdad, no hay quien duerma), había oído un plof, pero lo último que se me ocurrió pensar fue en un batracio. ‘Esto me retrotrae’, dijo mi santo emulando a Proust, y dicho esto se durmió.
Al día siguiente me puse a leer bajo el ciruelo. El cartel pegado al árbol decía eso: ‘Ciruelo’, aunque pensé, qué ciruelas más raras está dando este árbol, tan peludas, tan amarillas, me recuerdan a Erice. Extraña asociación de ideas. Ahora sospecho que mi santo me está cambiando los carteles que me había escrito para que distinguiera los árboles. A él le hace mucha gracia que yo diga: ‘Aquí estoy, debajo del ciruelo’, y en realidad sea un membrillo. Es la venganza del niño de campo a la niña de ciudad. Pero eso no es lo que iba a contar. Resulta que, de pronto, vi a Evelio, el albañil con el que estamos pasando el verano, que salió de casa con una escoba. Por un momento pensé: ‘Evelio, que va a barrer el césped’. Pero no, Evelio fue al borde de la piscina y empezó a dar golpes en el suelo. Entonces comprendí que mi santo, aún dormido, siempre tiene razón: una rana vivía entre nosotros. Tuvimos que sujetar a Evelio para que no se la cargara porque no entendía muy bien para qué queríamos una rana viva.
Durante unos días no nos bañamos para no molestar a la rana. A la caída de la tarde el animalito se tiraba a la piscina y se hacía varios largos. Por las noches oíamos plof y plof y yo soñaba con las huertas de mi santo: los dos éramos niños y él me decía: ‘Algún día yo tendré mi propia rana y mi propia piscina’, y yo le decía: ‘Yo escribiré artículos sobre ranas en el periódico El Mundo’ (así era el sueño). Un día nuestra rana hizo algo fantástico: saltó a una raqueta hinchable de los niños y fue de un lado a otro de la piscina en aquella raqueta que se movía con el viento. Como si fuera el Príncipe (encantado) en Mallorca. El final de la historia es que ayer la rana desapareció. A mi santo se le ocurrió mirar en el interior del limpiafondos: allí estaba, muerta. El tubo se la había tragado. A nuestros jóvenes mastuerzos la pena se les pasó pronto. Pero mi santo y yo nos quedamos un rato mirando aquel cadáver diminuto. Evelio nos observaba desde su zanja pensando seguramente que somos gilipollas. Y se echó a reír cuando vio que el perro se llevó entre los dientes la rana muerta.