Cuerpo Glorioso
«Como yo estaba en el campo no tenía noticia de la repercusión que estaban teniendo los Tintos. Fue a la vuelta cuando hubo gente que me dijo que le parecían demasiado impúdicos. !Impúdicos! Puedo asegurar que si hubiera firmado con seudónimo me hubiera atrevido a mucho más»
Elvira Lindo
A lo tonto a lo tonto me he bebido una botella de vodka. No ha sido ni en un día ni en dos, cuidado, ha sido a lo tonto. Éstas son las consecuencias de aficionarse al Bloody Mary, que es una de esas bebidas con las que aquellos a los que el alcohol nos gusta regular, nos volvemos un poco borrachines. Pero siendo sincera yo diría que la culpa de mi afición al alcohol no la tiene el Bloody Mary, la culpa la tiene la Guardia Civil, y explico esta afirmación que de momento puede sonar algo temeraria de cara a un cuerpo que cumple un servicio a la sociedad.
No es que fuera un guardia civil el que me enseñara a aliñar el zumo de tomate, es que nosotros, mi santo y yo, matrimonio moderno, que está un poco en la línea de los matrimonios de la Europa del bienestar, seguimos la costumbre tan común entre las parejas holandesas, danesas (países civilizados, no como el nuestro), de que cuando se sale por ahí a cenar sólo bebe el que va de copiloto, y se aguanta el que conduce. Hasta ahí, la regla parece perfecta, pero el problema es que, a pesar de que mi necrológica destacará que fui una mujer adelantada a mi época, yo no sé conducir. Lo intenté, me apunté a una autoescuela, pero cuando llegué a las clases prácticas, me senté sin pensarlo en el asiento de atrás y el profesor me soltó: «Señorita, que esto no es un taxi», y eso me hizo pensar que, efectivamente, lo mío no era la conducción.
Consecuencia, todo lo que no bebe mi santo en los restaurantes me lo bebo yo. Él me dice:
—Cariño, no hace falta que apures la botella hasta el fondo.
—Es que el culillo es lo mejor —le digo, ya con la risa tonta—. Además, yo qué sé, me da mal rollo dejar cosas en el plato.
—El vino no está en el plato, está en el vaso.
Y entonces me río más, porque el alcohol ayuda a desinhibirse a las personas, que como yo, somos en el fondo grandes tímidas. Luego llega el camarero y pregunta:
—¿Un licorcito de la casa?
Mi santo dice «no», porque hay veces que hace intentonas de ordeno y mando, pero yo, delante del camarero y todo, porque el alcohol me hace ser así de espontánea, le corto:
—Checheché, oyes, ¡no querrás tú!, pero lo que es yo, me dejo invitar por este señor tan amable.
Le caigo fenomenal a los camareros. La cosa es que luego nos montamos en el coche para volver a casa (yo a veces me doy con la puerta del coche en la cabeza al entrar, no sé por qué), y me entra un sueñecillo ceporrón que se me cae la cabeza y sueño que estoy en la cubierta de un barco bailando la Bomba con el camarero. El otro día, entre dichos sueños, oí a mi santo que decía:
—Mira, cariño, la guardia civil. Por mí que me paren, que voy limpio, no llego al 0,3.
Está claro que el resto de miligramos en sangre lo suelo llevar yo. Pero a la guardia civil le chupa un pie que mi santo se esté haciendo un adicto a las coca-colas y yo vaya por el camino de la depravación. Ellos tienen su ética: ven pasar un coche a la velocidad estipulada (ya te digo, mi santo es un amante de la legalidad), y les da igual que la copiloto vaya con la cabeza torcida para un lado. No es que esté animando a la Dirección General de Tráfico a que saquen una norma para que le hagan la prueba del alcohol también al copiloto. No se me malentienda. Sólo aviso que si me convierto en una alcohólica pienso demandar al Glorioso Cuerpo y a Smirnoff, la marca del vodka que me vuelve loca.