La Mona Chita
«Queridos amigos, aquí tenemos a nuestra pareja de escritores saboreando la magdalena del recuerdo… Qué tiernos»
Elvira Lindo
En principio este artículo tenía que tratar sobre los monos cocineros del zoo, esos que han aprendido a hacerse puré de verduras. Mi tesis giraba en torno a la idea de que no sólo la inventora de la papilla era una mona, sino que, según los expertos, son las monas jóvenes las más curiosas, y por ende, las más inteligentes, y son los machos viejos los más reticentes a las novedades. Entro en el despacho de mi santo para preguntarle si le parece un tema hermoso y, no sé por qué, le encuentro con el cable cruzado, me dice que no se me ocurra utilizar el tema «monos» de una forma simbólica, ya que ni él es un macho viejo ni yo soy una mona joven. Le perdono porque está mayor y con los años llegan las rarezas y porque comprendo que lo que verdaderamente le pone de mala leche es el ruido que llega desde el salón, donde nuestros machos jóvenes ven por vigésima vez El show de Truman, y repiten todos juntos los diálogos.
A los machos jóvenes no les importa ver muchas veces la misma película; lo prefieren, porque eso de saberse los diálogos les da mucha risa. La mona madura, o sea, yo, entra en el salón y les dice que quiten ya el vídeo, que el macho viejo está intentando agrandar su obra, pero que con este follón no puede. Me miran como si no me conocieran, y luego siguen a lo suyo. Me dan ganas de decirles: «Eh, un momento, que soy la mona de la casa». Me pongo delante de la tele y los machos jóvenes se alteran; intento hacerles razonar, les digo que, según unos científicos de Denver (Colorado), el cerebro no se atrofia por la edad, sino por la falta de uso, y que está demostrado en laboratorio que ver la tele destruye la memoria. Uno de los machos jóvenes cita a Savater, no sé qué de las libertades individuales, y otro, a Calvin y Hobbes. Esos son los dos referentes culturales que dichos machos jóvenes utilizan para lo que les conviene. Me voy con el rabo entre las piernas (las monas tenemos rabo).
La película ha terminado y ahora están cantando el anuncio de Mi limón, mi limonero. Me pongo a depilarme las cejas a fin de autoagredirme. El macho viejo, que me conoce, se acerca para hacer las paces. Nos hacemos unos cuantos arrumacos. Que se jodan los machos jóvenes, vivirán en un mundo sin memoria, y no como nosotros: hablamos de la literatura de la memoria, en fin, una conversación de nivel, pero, no sé por qué, la cosa se va deslizando hacia recuerdos más peregrinos. Él me confiesa que se acuerda de cabo a rabo de la canción Gwendoline, y me la canta. Yo le confieso que me acuerdo de los nombres de los tacañones del Un, dos, tres. Se los digo. Él me supera, sabe el nombre de la primera que ganó Un millón para el mejor (Rosa Zumárraga); yo no me quedo atrás, le canto la canción de Valentina; ahora los dos cantamos la de Quinito; él, como es chico, se acuerda del nombre del presentador de Por tierra, mar y aire, Jesús Losada, y yo, como soy chica, me acuerdo del que retransmitía las fallas, Jesús Álvarez. Él me imita a Cristobalito Gazmoño, y luego los dos interpretamos completa El tío calambre, del mítico Luis Aguilé. Emocionados, devorando a bocados la magdalena del recuerdo, nos damos cuenta de que olvidamos todo cuanto aprendimos en la escuela, y sin embargo permanece aquello que vimos en la tele. Tal vez el futuro de nuestros machos jóvenes no sea tan incierto. Mi viejo macho se pone romántico y me canta al oído Amanece, de Jaime Morey. Oyes, y no lo hace mal…