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Porte y Misterio

sábado 21 de julio de 2012  

A las dos de la tarde del, hasta el momento, día más abrasador de este verano llego al garaje donde tiene lugar la sesión de fotos en la que se trata de retratar a una Ana Belén en su versión más chic. Estamos en el corazón del barrio de Prosperidad, en la Prospe, como llaman cariñosamente los vecinos a esta zona cimarrona y castiza de Madrid. A un paso, están las colonias de Alfonso XIII, esas que sobrevivieron de milagro a la especulación urbanística y que, con el tiempo, dejaron de ser casitas que agrupaban a ciertos gremios para albergar a una clase media que mantiene la zona sabiendo que se trata de un pequeño tesoro dentro de una ciudad maltratada. Es lógico que estas colonias insólitamente tranquilas atrajeran a artistas de todo tipo y en una de ellas se refugian, desde hace ya al menos 20 años, Ana Belén y su marido, Víctor Manuel.

Así que estamos al lado de su casa pero en la parte obrera y desangelada del barrio. Entrar en este bajo reconvertido en estudio fotográfico es salvarse casi de una insolación, aunque al rato estemos todos sudando por un calor que se cuela hasta en los sótanos. Cuando llego, ella, la que fuera musa de la progresía durante esa década en la que España se desperezaba de un sueño de 40 años, está posando ya, maquillada al estilo de las grandes modelos de otro tiempo y de aquel pasado en el que tanto fotógrafos como modistas deseaban que sus musas estuvieran guapas, bellas por encima de todo, incluso de la originalidad. Me sitúo detrás del fotógrafo, del maquillador, de la estilista, trato de no molestar. La observo. Los ojos nefertíticos, sombreados en negro. Los ojos. Esa mirada que ha sido siempre, junto con su boca, lo más sobresaliente del conjunto, porque esta mujer vista de cerca es casi menuda, muy delgada, con una apariencia de fragilidad que se rompe en cuanto se la mira a los ojos.

LA ENTREVISTA SIGUE AQUI>>

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