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El galán alternativo

domingo 2 de mayo de 2010  

Nunca sabes quién te va a contestar cuando llamas al móvil de Javier Cámara: a veces es un cantante yeyé de los sesenta; otras, un jovencillo apocado con voz nasal que no ha salido de las faldas de su madre, o es la misma Paca en persona, aquel travestón que brillaba con luz propia en La mala educación, de Pedro Almodóvar. Puede que pienses que te has equivocado porque escuchas la voz de una operaria de Telefónica, o te quedas desconcertado al escuchar una canción de jazz a ritmo de jota aragonesa. Es Javier. Javier el Travieso. Multiplicado por mil. Cómico siempre. Imitador de prototipos humanos y de individuos concretos. Una fiesta cuando está en vena, un hombre melancólico en momentos contados, especiales e íntimos.

La voz del Javier que hoy me contesta al teléfono es la más suya entre todas las voces que salen de esa boca nacida para la comedia, es la voz que se mueve entre el humor y la ternura. Conozco muy bien ese tono: delata un estado de ánimo especial. El actor acaba de asistir a la primera proyección pública de Que se mueran los feos en el Festival de Málaga, la historia de dos feos que encuentran finalmente el amor, y el público les ha brindado un aplauso de cinco minutos y ha recibido a la salida a los protagonistas, Carmen Machi y Cámara, al grito de «¡Guapos, guapos!». Ahora, cuando le llamo, está todo el equipo saboreando, en torno a una mesa, la certeza de haber tocado el corazón de los espectadores, de haberse sentido queridos, que al final es lo que se busca, y Javier me habla más Javier que nunca: agradecido, maduro y con esa flojera de felicidad y melancolía que a uno le invade tras un gran aplauso.

Javier es de todo menos feo, pero, eso sí, es uno de los actores españoles más preparados para hacer de feo y acabar siendo el personaje más atractivo de una película. Ni es feo ni ha podido sentirse así, porque aunque los críos le llamaran cuando era chico cuatro ojos y esmirriado, ahí tenía a un batallón familiar, encabezado por la madre Araceli, para dotar de autoestima a este elemento. De cualquier manera, Javier, que venera la belleza de los demás en sus muchas manifestaciones, desde la que procede de la dulzura o la inteligencia hasta la más furiosamente física, es el ser más desacomplejado que yo he conocido y se ríe de su calva o de esos kilos que de vez en cuando se le fijan en el abdomen por su carácter comilón y celebrador de la buena vida. Así que ni le extraña ni le molesta cuando le pregunto qué se cambiaría de él mismo si pudiera o qué desearía de lo que tienen otros. Y me hace el siguiente retrato imposible:

«Aunque mi voz me gusta, de mayor me gustaría tener la voz cascada de Paco Rabal, esa voz en la que se aprecia lo que se ha vivido; me encantaría [se ríe] lucir un pelazo como el de Farrah Fawcett Majors o, para nombrar a alguien más cercano, el de Hugo Silva, que es una melena que he tenido muy presente en esa película; adoro la sonrisa de Meryl Streep, no me importaría poseer esa manera luminosa de sonreír y en general su talento, me gustaría tener el talentazo de la Streep, y ya, para rematar, la fuerza de esa bestia que fue Marlon Brando».

-¿Y los ojos? Porque recuerdo eso que me contaste que te dijo una profesora de arte dramático, que tú no llegarías a nada en el cine porque tenías los ojos muy pequeños.

-Pues mira, puestos a querer unos ojos, me pido los ojos de Bette Davis.

-¿Tan saltones?

-Sí, sí, ya puestos a pedirme unos nuevos, quiero los más grandes, los que estén más salidos para fuera, los de la Davis.

-Dicen que hay muy pocos actores en nuestro país que consigan arrastrar gente al cine, pero los productores españoles saben que Cámara es un cómico atractivo para la gente. Toda esa especie de maldición que parece haber caído sobre el cine español en los últimos años se diluye con tu presencia: pasear contigo por la calle es comprobar que se te saluda con simpatía, con cariño.

-Es cierto, no sé cuál es la razón, pero la gente me siente cercano y se me acerca con naturalidad, con ternura incluso. A veces ocurre que algunos admiradores se ponen nerviosos, se hacen un lío, y al querer decirte algo bonito te dicen algo espantoso [se ríe], pero qué más da. Yo creo que soy uno de esos actores de los que el público se apropia. Te ven como suyo. Y eso me gusta. En eso me siento descendiente de los actores de los cincuenta y de los sesenta, que representaban hasta físicamente el país en el que vivían. Me acuerdo que cuando estábamos rodando Hable con ella llegué al set con un abrigo precioso que me había comprado. Almodóvar me miró de arriba abajo y me dijo: «Javier, pareces un oficinista»; y yo le dije: «Pero ¿cómo me dices eso?, ¿es malo o es bueno lo que me estás diciendo?».

-¿No era una crítica?

-No, era algo a lo que yo aspiro, a parecer cualquiera. Y ahora soy mucho más consciente de eso. Me siento parte de esa tradición de cómicos españoles que parecían personas normales. Quiero respetar esa tradición, formar parte de ella. Así se lo decía ayer mismo a Juan Diego, que hace de mi tío en esta película. Le decía: «Juan, ahora que se nos ha muerto López Vázquez, Fernán-Gómez o que ya no tenemos a una Ponte para aprender, siento como que tú eres uno de mis padres o de mis tíos, tú, o Emilio Gutiérrez Caba, por ejemplo. Vosotros sois alguien importante a quien debemos cuidar y respetar». A él le daba como vergüenza lo que yo le decía y me gritaba: «Anda, vete por ahí, chaval». Pero es verdad, lo siento así.

-De hecho, tú empezaste a la sombra de algunos de ellos.

-Claro, yo tengo mucho que agradecerle a Andrés Pajares, por ejemplo. Pajares me llevaba de la mano porque yo no tenía ni puta idea de lo que era una cámara, tuvo una paciencia conmigo como si fuera su hijo. O José Sacristán en Este es mi barrio, o Lina Morgan, que es una actriz denostada por algunos, pero a la que yo he visto cómo trabajaba y respeto mucho, o a Juanjo Menéndez, con el que hice un Harold Pinter, ese señor que pasaba de Mihura a Pinter y siempre estaba tan elegante, tan verdadero. Tienes que respetar la tradición de la que vienes. Eso es bueno para nosotros y será bueno para que consigamos gustar y emocionar al público. Cuando comienzas a aprender este oficio, te dan una serie de consejos básicos: «Apréndete bien el texto, no te tropieces con los muebles y déjate llevar». Pues bien, ese «dejarse llevar» es lo más difícil.

-Eso significa disfrutar mientras actúas.

-Algo así. Yo antes me hacía de menos a mí mismo porque me comparaba con esos actores que lo llevan todo tan marcado, aprendido de manera tan cerebral, pero el problema es que no acaban de empaparse de aquello que les está dando el compañero. Y esto no es un trabajo solitario, sino colectivo. Eso me pasaba en esta película, yo podía ir con mi texto bien aprendido, con mis ideas, pero entonces llegaba la Machi y todo se iluminaba y mis palabras dependían de las suyas. Porque en un rodaje siempre suceden cosas inesperadas. Tenemos una escena en la que estaba pariendo una vaca. ¿Tú sabes lo que es eso, que estés diciendo un texto y al mismo tiempo andes metiéndole la mano a la vaca hasta dentro y sacándole el ternero? Cuando el director gritó «corten», nos echamos a llorar. Y la pobre vaca, que había estado sujetada por una cuerda y rodeada por cincuenta personas del equipo, echó a correr asustadísima la pobre. Salimos corriendo detrás de ella y luego la tuvimos que convencer de que aquel ternerillo era suyo. Qué momento.

Un momento único de esta película que tiene una luz retro y dos personajes, los que encarnan Carmen y Javier, que también están impregnados de esa cualidad retro, porque aun moviéndose en el mundo rural de hoy desprenden inocencia y una cierta pesadumbre, no rencorosa, sino de triste aceptación, por no haber sido tocados por la belleza o el amor. Carmen Machi, la Machi, coincidió con Javier hace ya unos cuantos años en Siete vidas, y desde entonces se habían propuesto hacer lo posible por trabajar juntos. El director Nacho García Velilla les ha dado la oportunidad. Llamo a Carmen, esa pequeña gran actriz que despierta ternura en los espectadores y más aún en quienes la conocemos en persona. Le explico que la llamaré al día siguiente para que me diga quién es Javier para ella.

«No, no hace falta preparármelo», me dice, como si esa respuesta ya estuviera en su mente hace mucho tiempo. «Yo te lo digo ahora mismo. Javier tiene el don de hacer feliz a la gente. Cuando está presente, prima la felicidad. Él concibe el trabajo en equipo, es integrador, se preocupa por los técnicos, les ayuda. Y lo hace con mucha alegría, aunque esté pasando por dificultades [Javier tuvo algunas molestias de salud durante este rodaje]. Te ríes, te ríes mucho con él. Te da vitalidad. Te levantas a las seis de la mañana y piensas: qué bien, ¡voy a ver a Javier! Pero no es que lo sienta yo, lo siente todo el mundo. La gente es feliz porque llega Javier Cámara».

Siendo la suya una descripción de la relación del actor con sus compañeros, lo más emotivo es lo que cuenta Carmen cuando se refiere a un plano más personal. El tema de Que se mueran los feos, la belleza física, ronda nuestras conversaciones y se cuela en esta respuesta en la que percibo entre líneas algo parecido a una confesión:

«Lo que convierte a Javier en un amigo tan especial para mí es que me hace sentir la mujer más bella del mundo. A Javier le gustan las mujeres. Y eso se nota, porque te eleva, te sube al cielo. Con él cerca me siento mucho más guapa y eso me gusta».

Quien conoce a Javier sabe qué poco le durará al actor este estado de dulce sosiego que produce el trabajo terminado. En su cabeza no paran de fluir los proyectos y los sueños. Películas que desea hacer y que rondan su cabeza o el teatro al que siempre desea volver. ¿Cómo cura la ansiedad entre trabajo y trabajo? «Con ejercicio físico y dándole al inglés». El inglés. No le será difícil, si es que verdaderamente lo desea, dar el salto al cine internacional, porque es uno de esos actores españoles reconocido fuera de nuestro país y al que ya le han tirado los tejos para producciones internacionales, aunque a veces esos proyectos tarden mucho en madurar o no acaben haciéndose; tampoco sería extraño imaginarle siendo feliz haciendo sólo películas españolas. Está hecho para su oficio y lo que desea es hacerlo, hacerlo sin parar, sin sentir ese vacío que es la pesadilla en la vida de un actor. Hace sólo un mes se subió al escenario del María Guerrero para representar Realidad, de Tom Stoppard. Junto a él estaba María Pujalte, que también está, por cierto, en esta película. María es otra de las amigas cómicas que le rodean en su vida cotidiana. María, tan del estilo de Javier, por lo sencilla. Y tan suya, por tener ese temperamento dulce y serio:

«En nuestro mundo sucede que a veces llega la amistad antes que el trabajo. El trabajo es una prueba más. Hay ocasiones en las que siendo amigos íntimos te pones a trabajar y la cosa no funciona. En esta película no tenemos casi escenas juntos, pero en el teatro fue una pasada. Algo muy bestia. Me sentía a mis anchas. Tenía confianza en mi compañero, pensaba que podía hacer cualquier cosa, que él lo iba a aprovechar. En este trabajo no sabes muy bien dónde está la frontera entre lo personal y lo profesional. Para mí, ir al teatro cada tarde ha sido una alegría. Y se lo agradecía a diario aunque muchas veces no se lo dijera. Lo mejor que tiene Javier es lo bien que se lo pasa; los ratos malos, que los tiene, no te los enseña, es pudoroso. Y que es una buen persona, lo cual para mí es fundamental. Tiene esa campechanía propia de La Rioja, esa bonhomía, esa franqueza».

El haber sido chico de pueblo está en el lenguaje físico de su personaje en esta película. Hay algo en su manera de moverse, en su llaneza, algo de lo que tal vez no haya sido consciente, pero que de manera sutil está ahí. «Sí, no me gusta construir estereotipos; no iba a hacer un garrulo, porque para mí eso sería una falta de respeto. Date cuenta de que si te ponen esa ensaimada capilar espantosa que me cruzaba el cráneo, me visten de esa manera y encima tengo que fingir una cojera, no puedes añadir nada más al personaje. Lo que tenía que hacer era comprenderle, hacerlo creíble, ser normal. Yo creo que el entorno rural, el vivir en una granja, en ese lugar espectacular que es Las Tiesas Altas, en el Pirineo Aragonés, el hecho de que conviviéramos con gente que hacía cosas manuales, de tener tan cerca el trabajo con los animales, nos hizo colocarnos en un estado especial, de autenticidad».

Él, que se ha sentado en los mejores restaurantes, que ha viajado a más de medio mundo y que le gusta regalar a sus amigas detalles sofisticados, sigue siendo el muchacho que llegó a Madrid, entró en un vagón del metro y dijo «buenas tardes», provocando la risa a los otros pasajeros. Está en un momento magnífico de su vida. No sé si los momentos buenos se disfrutan en este tipo de profesiones, anda siempre uno demasiado alerta con lo que vendrá y con el juicio ajeno. Pero él asegura que se ha propuesto, como ejercicio, disfrutar este presente. «Y yo creo que estoy empezando a disfrutarlo, sí. Quiero aprender a saborear lo que tengo. Sería muy zoquete si no hiciera. Tengo que sentir la felicidad de encontrarme esta noche malagueña rodeado de mis compañeros, veo la sonrisa en sus caras y encima todavía me suena en los oídos que me hayan gritado guapo en la calle. Siento la necesidad de seguir haciendo un tipo de cine que sea cercano al público, algo que ha estado muy denostado en mi profesión y no comprendo muy bien por qué. Estoy en una buena posición, en medio de esa cadena, como te decía: los maestros, arriba, y recibiendo a la gente que llega, como Julián López, que está precioso en la película y al que he visto emocionarse como un niño hoy con el aplauso».

Carmen Ruiz es otra de las cómicas que le acompañan en esta historia, la primera mujer que aparece. Carmen es una comedianta en alza, una mujer prometedora a la que nadie niega el gran talento que tiene. También heredera virtuosa de las viejas cómicas, en su estilo y en su coraje:

«Me quedé muerta cuando Javier me dijo que le hacía mucha ilusión trabajar conmigo. Fue un honor, porque para mí él es ya uno de los grandes. Debería haber más personas así, con esa generosidad. Me sentí como una reina. No te creas que hay tantos hombres que se comportan así».

El hombre de las mujeres. El hombre de trato varonil y delicado, protector y zalamero, que practica, antes que con nadie, esa caballerosidad con la primera de todas las damas, su madre, a la que abraza, besa y respeta.

«¿Que qué quiero ahora, que qué deseo ahora íntimamente? Quiero ir a ver a mi madre. Creo que estoy conectando de nuevo con mi pasado, con mi pueblo. Me siento en una curva de mi vida, una de esas curvas en las que aparece de pronto un paisaje conocido. En Madrid desperté de mi adolescencia y ahora me siento con ánimos de volver a ese mundo, de no perderlo de vista. ¿Te acuerdas de esa escena de Cinema Paradiso en la que el protagonista ya adulto vuelve a su pueblo y ve las caras de la gente y están todas cambiadas porque ha pasado por ellos media vida y se han hecho viejos? Pues yo no quiero que me pase lo mismo. No quiero».

Suele pasar tras una noche de éxito. El ánimo desemboca en un sinfín de emociones encontradas. La voz, al decir la última frase, se le quiebra. Es la de un Javier menos conocido. Una voz para mí tan valiosa como la del cómico.

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1 respuesta a:El galán alternativo

Rebeca Dice: martes 26 de octubre de 2010

Gran crónica. Me ha encantado lo de: «Aprenderse el texto, no tropezar con los muebles…» y ese gran epílogo del consejo.

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