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El Cielo de Darín

sábado 26 de septiembre de 2009  

Sigo a este hombre atractivo y vitalista por el centro de un Madrid de calor inusual, alfombrado de escombros. Lo sigo como si hubiéramos cambiado de pronto los papeles y ésta fuera su ciudad y yo la visitante. Vuelve la cabeza, me señala la gran grieta que fractura la calle de Preciados y dice con una sonrisa: «Un día van a encontrar el tesoro». En esa cálida mirada, en ese requiebro popular que podría haber dicho cualquier hombre común, hay algo del personaje que construyó para él el director Juan José Campanella en El secreto de sus ojos, la película que ha deslumbrado al público argentino y que ahora se estrena en España.

Ricardo Darín, de familia argentina desde hace tres generaciones, descendiente de italianos y libaneses, hijo de actores, padre ahora de un actor, porteño en el sentido más encantador del término y algo nuestro también, no sólo por esa ciudadanía española que le concedió el Gobierno español, sino porque el público le mostró su afecto desde que vino a presentar Nueve reinas: «Y eso que interpretaba a un soberano hijo de puta, pero en algo fallamos cuando los espectadores deseaban que aquel malandra saliera ganando. La gente me paraba y me trataba como a un primo hermano».

No hay reservas en este actor que antes de salir de la productora donde nos hemos presentado se cambia de camisa a la vista de todos. No parece pesarle el viaje ni la pereza de enfrentarse a una entrevista tras otra. Educado para ser complaciente, Darín despliega una simpatía caballerosa que no flaqueará en las cuatro horas que pasaremos juntos, ante un plato de pasta y una carne argentina en el restaurante De María, en el que lo tratan como a un viejo amigo. El mundo es su casa, o por decirlo de otra manera, es un hombre de mundo que aprendió de su padre que el secreto para sentirse bien es ser generoso. Inteligencia y corazón, ésa es la mezcla. De su etapa de teatro en Madrid, cuando representaba Arte, se llevó unos cuantos amigos, que ahora, mientras hablamos, le reclaman en el móvil insistentemente. También supo palpar el pulso de la ciudad, pegando la hebra por la calle con barrenderos o desconocidos, «soy medio loco para eso». Es fácil imaginárselo en su barrio de Palermo Viejo, paseando como uno más por aquellas calles tan cantadas y tan escritas, y renegando de los especuladores que, siguiendo el signo implacable de los tiempos, quieren borrar de sus esquinas la pátina de su historia, y convertirlo en un barrio intercambiable con cualquier otro barrio de moda del mundo. Vamos de un tema a otro, como si anduviéramos escasos de tiempo, de defender a los viejos habitantes de Palermo nuestro actor pasa a indignarse por esos argentinos a los que las autoridades españolas retienen sin explicaciones en los aeropuertos: «Dos millones de españoles recibió Argentina con los brazos abiertos, ¡dos millones!, sin preguntarles adónde iban ni si tenían dinero en los bolsillos».

Pero no quiero que este hablador generoso se me escape sin hablarme de esto que le ha traído a España, El secreto de sus ojos, una película que conmueve más allá de sus dos horas de duración. En Argentina ha cautivado, en sus primeras semanas, a un público aún más numeroso que el que concitó El hijo de la novia. La gente vuelve a verla, la exprime en charlas con los amigos. «Sí, ésa es la maravilla, si la cabeza del espectador sigue trabajando después de ver una película es porque ese arte está vivo».

PREGUNTA. Un comentario de lo más común entre sus compatriotas ha sido: «Es tan buena que no parece argentina…».

RESPUESTA. Y sí… Ocurre en todos lados que la gente echa pestes del cine de su país. Somos así. Sé, por ejemplo, que aquí se aprecia mucho el trabajo de los actores argentinos y lo agradezco en nombre todos ellos, pero también hay actores españoles extraordinarios y los españoles no saben verlo. Tiene que ver con un cuento muy argentino que dice que si Fulanito, un pianista eximio, vive a la vuelta de tu casa, no puede ser tan bueno. El impacto de esta película ha inflamado el pecho de los argentinos. Pero, fíjate en la contradicción, la gente dice: «Es tan buena que debería ir al Oscar». Seamos sinceros, sabemos de la importancia mediática de los Oscar, pero en términos artísticos, dime, cuántas veces han premiado una bobada.

P. No le tentó América tras el éxito de

El hijo de la novia.

R. Nunca sentí una pulsión interna que me dijera, éste es mi norte. Pero, además, lo que me proponían no me interesaba. Una de esas propuestas era con Denzel Washington y Christopher Walken. Yo me quito el sombrero ante ellos, pero me pedían que hiciera de narcotraficante mexicano. ¡Oh, basta ya! ¿Por qué los narcotraficantes han de hablar todos en español? Me puso de mal humor.

P.

El secreto de sus ojos es un thriller con un trasfondo político y una historia de amor que está siempre pendiente de un hilo.

R. Es una historia de amor. El amor que no ha sufrido el deterioro de la rutina porque no pudo ser. Es perverso, incómodo si uno tiene relaciones duraderas. Te lleva a reflexionar sobre tu propia vida. La convivencia erosiona el amor, por eso uno tiene que aprender a reciclarlo continuamente. Uno de los mejores periodos de las relaciones es el noviazgo: te encuentras a la hora que combina, cada uno se prepara para la ocasión, el encuentro se produce en términos extremadamente románticos y, cuando la cosa empieza a decaer, cada uno para su casa.

P. Chéjov decía algo parecido.

R. Siempre me ha copiado Chéjov.

P. Jajajá. Lo interesante es que los personajes se desean de principio a fin, pero no se llegan a tocar.

R. Exacto, no se besan, no se tocan, no se profesan el amor. Por eso, Soledad Villamil y yo acordamos que nos llamaríamos de usted, nos lo hizo más fácil. Aunque es verdad que en esa época (hace veinticinco años) y en el ámbito judicial era algo habitual.

P. Es curiosa esta historia de sentimientos contenidos en esta época en la que todo se muestra.

R. Por borrar prejuicios hemos seguido el camino de mostrarlo todo, y a veces uno se pregunta si será cierto que necesitamos verlo todo para sentir y comprender. A menudo, intuir es mucho más excitante. Yo, como espectador, agradezco ser tratado con inteligencia.

P. Su escudero en la película, Guillermo Francella, un actor muy popular pero encasillado en la comedia, ha sido la revelación de esta película.

R. Sí, él es muy querido pero injustamente encarpetado en lo cómico. Él es parte del éxito de esta película en Argentina. Mirá, la comedia es lo más difícil de hacer y, sin embargo, a nivel crítico no imprime el mismo nivel de prestigio. Es injusto.

P. Usted, que es hijo de actores, ¿qué le dirá a su hijo si quiere ser actor?, ¿que estudie o que se forme como usted, pateando escenarios?

R. Acabas de meter el dedo en la llaga porque tengo un hijo que está estudiando teatro y le acaban de ofrecer un papel en una teleserie. Me vino a consultar, «qué hago, pa». Yo le dije, «adelante». Estudiar y poder aplicarlo al momento en el trabajo es invalorable.

P. ¿Nunca le causó frustración no estudiar interpretación?

R. No, porque yo no quería ser actor, quería ser veterinario, psiquiatra. Yo nací actor pero no lo sabía. Me crié dentro de un estudio de radio o de televisión. Mis padres hacían tele, teatro, radio, en la época dorada del radio teatro. Mi padre era muy conocido, sobre todo en la radio. ¿Te imaginás que mi papá entraba en el estudio a caballo cuando hacía del Zorro? ¡Con un caballo real! Él era Ricardo Darín y yo era, al principio, Ricardo Darín (h). Con h de hijo. Un impostor. Así que un día, no sé por qué, me incomodó esa «h», y le dije: «Papá, mirá, te importaría que me quitara esa h que me ponen, me suena raro». Y me dijo: «Usted, ¿cómo se llama?». Siempre me llamaba de usted cuando me tenía que sentenciar algo. «Ricardo Darín», le dije. «Pues llámese como se llama». Y ahora está mi hijo, que se llama igual, aunque a él le conocen por el Chino Darín, porque de chico le llamábamos Chino, y así se ha quedado, con ese nombre de personaje de tango.

P. Entonces sus padres preferían que estudiara…

R. Sí, pero todo se fue dando con naturalidad. Ocurrirá igual en el circo. Lo más normal es que el chico de una pareja de trapecistas acabe un día colgado de un trapecio. Son oficios que se heredan. Yo lo veía a Alterio trabajar con mis padres en el Canal 7, ¡hace 45 años!, a Norma Aleandro, a Alfredo Halcón, ¡monstruos! Actores que además disfrutaban siendo didácticos, porque hay artistas muy buenos pero mezquinos. Y yo era un chavalito que andaba por ahí y los veía trabajar desde abajo, que es un buen enfoque para aprender. Mirá, te voy a contar algo que nunca cuento porque puede sonar irrespetuoso, pero te juro que no es mi intención: la aparición de la tele fue una prueba perversa para los actores de teatro. Se veían obligados a memorizar texto en un tiempo absolutamente distinto al que estaban acostumbrados. La memorización se convirtió en una cosa de terror. Yo veía a los grandes actores (no a los que he nombrado) transpirando mientras intentaban recordar el texto. Eso desvirtúa el trabajo del actor porque un aspecto técnico no puede generar tanto peso; es mucho más importante la naturalidad. Los vi padecer horrores y, paradójicamente, yo generé un sistema de memorización que no te puedo explicar, pero que es increíble. ¿Sabes cuál es el secreto? Que me importaba una mierda. Los vi padecer tanto que pensé, «a mí no me va a pasar». Y no me pasa.

P. Su primera aparición en televisión fue con…

R. Con año y medio. Con ocho ya trabajaba frecuentemente. Llamaba la atención por la naturalidad. Date cuenta que en esa época los niños declamaban. Para mí era un juego. En secundaria mis compañeros ya sabían que yo era actor. Yo era un poco… pícaro y me aprovechaba de las circunstancias. Mi profesora de geografía, que era divina, me ponía en el centro y decía: «Tomen ejemplo de Darín, estudia y con su trabajo ayuda a su familia».

P. Sé que le gusta recordar que durante tres años fue nombrado el mejor compañero en la escuela.

R. Ése es uno de los orgullos más grandes de mi vida.

P. ¿Y qué ha conservado de ese carácter?

R. Uno no cambia. Puedes potenciar algunos aspectos, pero no cambias. A mí siempre me importó mucho la vida de los demás. Se lo debo a mi padre. Mi padre era un defensor de un estilo de vida abierto y generoso, era un ser especial, loco, inteligente. Y te diré, para mí, que la gente me tenga por una buena persona me conmueve mucho más que el que me consideren un buen actor. Primero porque yo siempre supe que era buen actor, incluso cuando no se me tenía en tanta estima.

P. Ahora es un apreciadísimo actor de cine en su país, pero hubo un tiempo en que era un cómico de televisión. ¿La tele cambia la relación del actor con el público?

R. La gente pierde las formas con los que salen en la tele, se ponen tontos, es como si de pronto tú fueras para ellos lo más importante del mundo. Pero es efímero. Esa popularidad inmediata atenta contra la solidez. Yo, como cualquiera, disfruto de desaparecer, de ir tranquilo por mi barrio. He salido hasta en pijama. Pero en cuanto aparezco en televisión, como ahora, porque estoy promocionando una película, todo cambia. Pierdo la tranquilidad. Es extraño: soy el mismo tipo, los vecinos son los mismos, pero se altera el ecosistema.

P. ¿Es importante para usted esa vida de barrio?

R. Yo me mudé mucho por todo Buenos Aires. Un día, paseando por Palermo, nos enamoramos de aquella casita de cien años. Cuando me separé de mi mujer me acerqué a verla otra vez. Y la compré. Pensé, si volviera con ella, a ella le gustaría. Y hoy no sé si volvió conmigo por mí o por la casa.

P. ¿Y cómo conoció a Campanella, con quien mantiene una historia de amor profesional tan fructífera?

R. Es bien curioso eso. Fue en Nueva York. Fue en los ochenta, cuando yo formaba parte de Los Galancitos, un grupo de teatro de galanes jóvenes a los que la prensa puso este nombre peyorativo, pero que se hizo tremendamente popular. Yo tenía una relación entonces con Susana Giménez, la gran diva argentina, y me fui a Nueva York con ella. Pasear con Susana por Nueva York, con tanto latino como hay allí, era como andar con Mae West, nos iban parando a cada paso. En la 5ª Avenida nos pararon dos jóvenes que nos miraban sin dar crédito. La diva y el galancito. Ellos eran Campanella y Castells (guionista de El hijo de la novia) que entonces estudiaban cine en NY. Fuimos a tomar algo. Susana estaba descolocada. Imagina a Madonna con tres niñatos. Ellos se divirtieron mucho con la situación y me amaron. Años más tarde me dijeron que de ahí nació El mismo amor, la misma lluvia.

P. Dicen que Fellini y Mastroianni imaginaban un cielo en el que pudiera reunirse la gente de la farándula. Pensaba en los posibles contertulios, Totó, Alberto Sordi, Vittorio de Sica… Alguien apuntó: «¿Robert de Niro?». Y otro contestó: «Pero, ¿no quedábamos que era el cielo?».

R. Jajá, mirá, yo no soy ese tipo de actor atormentado, quiero ser uno más. Hay artistas a los que les encanta que sea complicado llegar hasta ellos.

Días más tarde llamo a Juan José Campanella a Buenos Aires. Se agradece la inusitada accesibilidad, la sincera alegría con la que recibe los piropos sobre su película. Hablamos de Darín. «Ah, Darín, genera tan buen clima a su alrededor. Siempre fue extraordinario, desde que era de Los Galancitos y tenía que escaparse de las chicas, jajajá. La verdad es que parece increíble que hayamos rodado un drama porque nosotros lo vivimos en el rodaje como una comedia. Darín es uno de esos actores que puede estar matándose de risa antes de rodar una escena delicada y que es capaz de pasar, en cinco segundos, a sentir la gravedad del momento. Este trabajo no le hace sufrir. A mí tampoco. Sé que hay compañeros que sufren dirigiendo una película. Yo pienso, es fácil, que se dediquen a otra cosa».

Nos levantamos de la mesa. A Darín le espera una tarde agitada, entre otras cosas va a ver la película que ha rodado con Trueba en Chile, El baile de la victoria. Nos despedimos con la inusual sensación de haber disfrutado de una conversación real.

-Nos encontraremos en algún lugar del mundo, le digo.

-En el cielo de Totó -dice Darín, dando por hecho que tiene que haber un cielo para gente como él. Lo hay.

El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, concursa en el Festival de San Sebastián, cuyo palmarés se da a conocer esta noche. Se estrenó ayer en las salas. El baile de la victoria, de Fernando Trueba, se ha estrenado fuera de concurso en el festival y se proyectará en las salas a finales de año.

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1 respuesta a:El Cielo de Darín

Rebeca Dice: martes 26 de octubre de 2010

Interesante entrevista ¡y qué categoría de personaje!! (Muchas gracias por la ‘destilación’, Elvira.)

Y, a un año vista, que gran y merecido recorrido el de la película :))

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