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La Cara de la Bondad

lunes 15 de julio de 2013  

Resulta asombroso que las dos actrices del siglo XX cuya imagen se convirtió en icónica casi desde el inicio de su carrera sean tan diferentes en cuerpo y en alma. Marilyn Monroe y Audrey Hepburn: la carne y el hueso, la sexualidad evidente y la elegancia, el descaro y el pudor, el desasosiego interior y la serenidad. Curioso es también que sus dos nombres se barajaran para protagonizar a una de las heroínas literarias del pasado siglo, la Holly Golightly de “Breakfast at Tiffany´s”, aunque finalmente el director Blake Edwards se decantara por Audrey.

No se puede hablar de Hepburn, como tampoco se podría hablar de Marilyn, sin contemplar su infancia y su juventud, porque es ahí donde encontramos las claves para interpretar una sensibilidad que emanaba de los sinsabores a los que la vida la sometió desde muy niña. Nacida en Bélgica de unos progenitores de ascendencia aristocrática, vivió desde muy temprana edad la rigidez de un internado inglés, adonde la enviaron para que adquiriera una educación distinguida y bilingüe, y poco más tarde el trauma del abandono del padre, con el que no volvería a reencontrarse hasta haberse convertido en estrella de cine.
Regresó del internado para reunirse con su madre en el último vuelo que partió desde Inglaterra a Holanda a principios de la Segunda Guerra, y allí permaneció hasta su fin, en la casa de sus abuelos maternos. Holanda fue ocupada por los alemanes y la familia de la adolescente Audrey padeció el hambre y la continua humillación a los que sometieron los invasores al pueblo holandés. Su vivencia como testigo de la persecución nazi a los judíos y la implacable crueldad con la que fueron tratados los no colaboracionistas dejaron en su memoria una herida imposible de curar. A pesar de su juventud participó en la resistencia ofreciendo en casas privadas coreografías de su propia cosecha que eran compensada con donativos que nutrían el fondo común de aquellos que luchaban clandestinamente. Destacó desde niña como bailarina aunque la guerra truncó en gran medida los años decisivos de aprendizaje. Su familia se comportó de manera heroica, acogiendo en casa a ciudadanos que habían sido evacuados de la pequeña localidad de Arnhem, donde se libró una de las batallas más sangrientas de la liberación. El abuelo instaló incluso una barra de ballet para que Audrey distrajera a las niñas con clases que aliviaran el ambiente de tragedia. Fue sin duda un indicio de lo que más tarde, en el último acto de su vida, constituiría un compromiso absoluto con la infancia. Aun así, jamás se sintió con fuerzas para representar en el cine el sufrimiento infantil. A pesar de que fuera Otto Frank, el padre de Anna, el que la propusiera para interpretar a su hija en el cine, Audrey declinó la oferta confesando que no tenía valor para ponerse en la piel de una muchacha a la que ella sentía tan dolorosamente cercana.
La guerra terminó y madre e hija se fueron a Londres tratando de afianzar la carrera de Audrey como primera bailarina; pero a pesar del indudable talento de la joven para el ballet clásico, dos cosas frustraron su vocación: el 1,70 de estatura, que la hacía difícil de emparejar, y los efectos que sobre su salud había provocado la guerra. Audrey supo aceptar las malas noticias y recondujo su talento hacia la revista musical. De la necesidad hizo virtud y se sintió feliz al ver remunerados sus primeros trabajos, en los que destacó desde el principio por un encanto que compensaba unas formas poco sexys. Consiguió un pequeño papel en una película que se rodaba en Montecarlo y fue allí donde Colette, la escritora, reparó en ella para el musical que estaban adaptando sobre su novela “Gigí” en Broadway. La gran insistencia de la autora colocó a Audrey en las tablas del teatro americano.

El resto es más conocido por todos. “Vacaciones en Roma”, “Cara de Ángel”, “Historia de una monja”, “Los que no perdonan”, “Dos en la carretera”, “Desayuno con diamantes” o “Sola en la oscuridad”. También es sabida la reverencia que muchos directores la dispensaron por un carácter modesto y disciplinado que facilitaba el ambiente de rodaje y por esa luminosidad que destaca en todas sus interpretaciones. Ella se veía larguirucha, demasiado flaca, de pies demasiado grandes, aletas de la nariz demasiado pronunciadas, dientes descolocados; pero ninguno de esos supuestos defectos le restó atractivo. Amó y fue amada. Mel Ferrer se convirtió en su primer marido con el que tuvo un hijo, Sean, que ha glosado con devoción la vida de su madre. El segundo hijo, Luca, fue fruto de un segundo matrimonio con el psiquiatra italiano Andrea Dotti, con el que disfrutó de una vida familiar en Roma que prácticamente la apartó del cine. En estos días, precisamente, se ha publicado un fabuloso libro de imágenes de sus paseos romanos con Mr. Famous, su querido yorkie. Pero a mediados de los setenta, asustada por el cariz violento que estaba experimentando la vida italiana, sacó a sus hijos del país y se los llevó a Suiza. La policía había al matrimonio de la siniestra posibilidad de que los secuestraran. Fue por tanto, en una casa de campo suiza, “La Paisable”, donde establecería su hogar definitivo.
No hizo demasiadas películas. O no tantas como podría haber protagonizado. Era una mujer que anhelaba la vida familiar y que prefería el aire libre y la compañía de sus perros al universo siempre ficticio de Los Ángeles. Allí, en La Paisable, murió su madre, la que fuera ejemplo de entereza y contención. Allí fueron sus hijos al colegio y allí se la veía ir a comprar a diario en los mercadillos callejeros. Suiza le proporcionaba el ambiente de sosiego que Roma le había negado. Fue elegante siempre, en su vida campestre, en los actos sociales y en la gran pantalla, donde quedará para siempre asociada con su querido Givenchy, que la convirtió en musa de un estilo hoy sigue siendo un símbolo de distinción. No es a su naturaleza desgarbada a lo que hay que atribuirle esa cualidad aristocrática que siempre la definió, sino a una cualidad que emanaba de dentro, relacionada con un espíritu que nunca se dejó desquiciar por la ambición. Sus hijos la han descrito como una mujer que escondía un fondo de tristeza, atribuido a la dureza de una guerra que no consiguió olvidar, como tampoco superó el abandono de su padre. Como sucede con los hijos inexplicablemente abandonados, Audrey quiso reencontrarse con él; también le mantuvo en los últimos años de su vida.
Tras divorciarse del psiquiatra, la actriz encontró a su tercer hombre, Robby Wolders, en Los Ángeles. Casualmente, él también procedía de aquella Holanda invadida de la guerra; ambos pudieron compartir el peso que ejercían los recuerdos del invierno del hambre del 44, en el que se encontraban tan cerca el uno del otro muchos años antes de conocerse. Con Wolders pasó su etapa de madurez, casi apartada del cine pero no inactiva, pues se entregaría en cuerpo y alma a la causa de los Derechos del Niño, que impulsó con sus incesantes viajes por los países pobres y de la cual se convirtió en auténtica inspiradora. Tampoco se puede escribir sobre la peripecia vital de esta dama sin detenerse en lo que fue una actividad humanitaria que constituiría el centro de su existencia. Fue un tercer acto, describió Wilder, a la medida de su altura como ser humano. Billy Wilder, que la adoraba, decía que cuando Audrey Hepburn sonreía lo hacía de verdad, igual que cuando abrazaba a un hombre en la pantalla o cuando lloraba. No había en mujer tan elegante un ápice de amaneramiento o de impostación.
Murió en su casa de campo, en 1993, tras unas Navidades plenas, rodeada de su familia. Tuvo tiempo de despedirse con calma de los suyos. Podría decirse que Audrey Hepburn hizo de la bondad un tipo sutil de belleza. “Siento con intensidad que todo empieza en la bondad”, dijo. No eran sólo palabras. Los que la conocieron dicen que vivió siempre de acuerdo a ese pensamiento.

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