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Liz Taylor hasta la última escena

lunes 11 de abril de 2011  

Salió al escenario en una silla de ruedas que alguien empujó hasta el centro. Su cuerpo parecía haberse reducido, era el cuerpo de la mujer que había superado una operación cerebral, múltiples complicaciones en la espalda, una larga historia de adicciones, una neumonía que casi acaba con ella, una vida intensa, tanto como para que la hubieran podido disfrutar y sufrir varias personas. Pero la mirada poseía una intensidad inalterada; sus ojos, jamás empequeñecidos por el paso del tiempo, desprendían el mismo brillo; la sonrisa parecía decir: aquí no ha pasado nada. Fue su última aparición en un acto benéfico para la investigación del sida. Tras el aplauso con el que se la recibió, la dama se puso seria y empezó a contar cuántas personas mueren en el mundo cada hora por este virus. De pronto, se quedó callada y dijo algo inesperado: «Se me han olvidado las gafas». El público entonces se puso en pie. Había hablado la Elizabeth Taylor de siempre, la mujer que hizo del error y la excelencia su propio estilo o, como decía una columnista del New York Times, del buen gusto y el mal gusto algo irrelevante, puesto que el espectador acababa borrando siempre su peculiar indumentaria para ver solo a la diva, cuya personalidad sobresalía a cualquier brillo exagerado. Animada por los aplausos, Taylor se irguió un momento para lanzar uno de esos gritos vaqueros un poco ordinarios que animan a comenzar la fiesta. «Sí, soy vulgar», dijo en una ocasión coqueteando con el público. «Pero si no lo fuera, ¿me querríais?».

Los periódicos americanos han despedido a la actriz con un despliegue generoso de información sobre su vida y sus películas. Son conscientes de que diciendo adiós a Elizabeth Taylor se cierra una etapa, caduca una manera de ser estrella en el mundo del cine. Taylor, su presencia, todavía servía para toda esa retórica sobre la pantalla grande y esa oscuridad reverenciada en la que se educaron sentimental y sexualmente varias generaciones. Taylor, exponente del cine como arte, pero también como gran industria, de ese cine que fue el mejor embajador cultural del imperio durante décadas.

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Una de las bellezas más impactantes del gran momento del cine americano había nacido en Inglaterra. Hija de Francis Taylor, un tímido galerista de arte, y de Sara Sothern, una exactriz de gran temperamento que vio cumplido su sueño a través de su hija, la pequeña Liz se crió con acento británico, algo que, cuando sus padres se trasladaron a Los Ángeles previendo que se avecinaba el desastre de la guerra, le sirvió para ser elegida como protagonista de National Velvet. Poseía el acento british que supuestamente debía tener la pequeña amazona. En todas y cada una de las semblanzas que en estos días se han escrito sobre ella no faltaba jamás una referencia a su corta estatura, 1,63 metros. Una altura estándar para una española, pero que en EE UU se convertía en una peculiaridad reseñable; un físico que describía con ácido humor el hombre con el que vivió su romance más tórrido, Richard Burton: «Considerar a Elizabeth la mujer más bella del mundo es un sinsentido. Tiene unos ojos maravillosos, de acuerdo, pero también papada, un pecho excesivo y es corta de piernas». Aun así, Burton estuvo tan loco por ella como para ser su marido en dos ocasiones y haber dejado abierta la posibilidad de una tercera, decía Taylor, si el actor no hubiera muerto a los 58 años.

La maravilla de la vida y la carrera de Taylor es que su crecimiento, madurez y vejez estuvieron a la vista del público tanto fuera como dentro de la pantalla. Tuvo la habilidad de atravesar la adolescencia sin sufrir una de esas raras transformaciones físicas que dificultan el paso de niña actriz a actriz adulta. Elizabeth fue ella misma desde siempre: su cara apenas cambió de las películas de Lassie a las de El padre de la novia, y con tan solo 19 años se vio protagonizando Un lugar en el sol, junto a Montgomery Clift: «La primera vez», recordaba, «que consideré que estaba actuando en mi vida». También la primera vez que la crítica elogió su trabajo después de nueve años interpretando los papelillos de chavala encantadora a los que le obligaba la Metro Goldwyn Meyer.

Este nacimiento real como actriz tiene un paralelismo en su vida privada. Liz se casó por vez primera a los 19 años, y desde ese momento no dejó de hacerlo hasta casi el final de sus días. Ocho matrimonios y siete hombres. Un afán algo moralista por formalizar las relaciones o por intentarlo seriamente de nuevo que le valió el apelativo de serial wife (esposa en serie). No fue mujer de amantes, sino de maridos. Una excentricidad que multiplicaba el interés del público hacia su persona. De alguna manera, la gente que la maldecía por unos vaivenes sentimentales singulares hubiera deseado a muerte llevar la vida que ella disfrutaba. «Mis problemas empezaron», solía decir, «porque tenía un cuerpo de mujer y emociones de niña». Y así fue, sospecho, hasta ese último tercer acto en el que tenía cuerpo de anciana y emociones infantiles.

Las películas se fueron sucediendo tal y como se sucedieron los maridos y esos amigos íntimos a los que ella sí que sabría ser fiel. Cuando estaba rodando junto a Paul Newman La gata sobre el tejado de zinc recibió el impacto de la muerte de su tercer marido, el productor Mike Todd, del que acaba de tener una hija. Él fue, junto a Richard Burton, uno de los hombres de su vida. «He sido siempre afortunada», decía recordándolo. «Todo me fue dado, belleza, fama, riqueza, honores y amor. Pero he pagado esa fortuna con desastres: serias enfermedades, pérdidas, adicciones destructivas, matrimonios rotos».

No representa, sin embargo, a ese tipo de figura trágica que encarnaron otras grandes estrellas. No es Marilyn Monroe; tampoco Judy Garland. Mientras el alcohol, las drogas o los desengaños amorosos cercenaron la existencia de otras actrices de su tiempo, Elizabeth Taylor representó a la perfección el paradigma de una vida deseable, la de quien hace exactamente lo que desea sin importarle demasiado el juicio ajeno; la opinión de un público que la criticó duramente cuando le robó el marido a la muy querida por los americanos Debbie Reynolds. Ese capítulo, por cierto, del más puro cotilleo hollywoodiense, era narrado por la hija de Reynolds, Carrie Fisher (la princesa de la saga de La guerra de las galaxias), en un monólogo teatral en Broadway.

La vida a la vista de todos, sin que por ello, y suena paradójico, la actriz se quejara de una intromisión en su vida privada, porque siempre dio la impresión de que era imposible vulnerar su verdadera intimidad. Fue madre de cuatro hijos, que la acompañaron en los momentos de su muerte, e hizo compatible su arrebatadora sensualidad con una devoción especial hacia los niños. También hacia los perros. Una de sus más costosas extravagancias consistió en pagarles a sus mascotas la estancia en un barco en el Támesis mientras ella rodaba. Era la única manera de tener cerca a sus animalitos, que no habían pasado la necesaria cuarentena para pisar suelo londinense.

El público la seguía en sus trabajos y también en su vida, como si fuera otro de los papeles que le hubieran sido asignados. Vida de derroche, de excesos. Y para culminarla, ningún compañero más adecuado que el actor Richard Burton. La estrella de Hollywood y la quintaesencia del actor clásico. Los dos, unidos por Mankiewicz, en aquella Roma en la que rodaron Cleopatra, donde no era difícil, cuentan, encontrar en una trattoria a una Liz Taylor maquillada para el papel, con pantalones pirata, bebiendo hasta no tenerse en pie y besándose con Burton. A pesar de que en aquel momento los dos aún permanecían casados con sus anteriores parejas, no se escondieron. No parecía que les preocupara demasiado que los compañeros de rodaje tuvieran que esperar a que ellos terminaran uno de esos encuentros sexuales de los que a base de gritos, gemidos y jadeos hicieron partícipe a todo el equipo. De la misma forma que la prensa ha contraído los nombres de Angelina Jolie y Brad Pitt para que terminaran siendo esa marca denominada Brangelina, Liz y Richard fueron bautizados como Dickenliz.Burton la cubrió de joyas. Provocó el estallido de una de sus más costosas adicciones. La única compulsión que mostraba con orgullo, llegando a publicar incluso un libro en 2002 sobre ese peculiar coleccionismo: Mi historia de amor con las joyas. De otra de sus compulsiones, la comida, escribió otro libro, en el que hablaba de su lucha por adelgazar. De la más peligrosa, el alcohol y las pastillas, habló muchas veces en entrevistas. No había tema tabú. No se arredraba ante la curiosidad de la prensa. A las preguntas indiscretas contestaba sin perder la calma y eligiendo siempre algo tremendo o extravagante que no le importaba compartir. Con sinceridad, pero sin desgarro, con sentido del humor.

Fue, sin duda, su particular sentido del humor, cachondo, atrevido, no exento de tacos, lo cual no es tan corriente en Estados Unidos, lo que la convirtió en icono de la comunidad gay. Las joyas, los cardados, el exceso, el estilo desmesurado que fue transformando poco a poco a la chica bien en una mujer mundana. Desde muy pronto sintió una devoción especial por sus compañeros diferentes: Monty Clift, James Dean o Rock Hudson, al que besó en los labios públicamente en un momento en el que había tanta gente que no se atrevía ni a tender la mano a un enfermo de sida. Ese acto simbólico, cargado de humanidad y de compasión, la alzó como heroína para un grupo que tantas bajas sufrió en los años ochenta. Eso y convertir la lucha contra la enfermedad en una cuestión personal. Apadrinó la causa, recaudó fondos para la investigación, contribuyó a que el estigma que ha envuelto ese mal comenzara a ser derribado. Fue recompensada por ello. Si bien ganó dos oscars por su trabajo en el cine, la Academia quiso premiarla también por su labor humanitaria. La comunidad gay la veneró.

Mientras que los actores en estos días contribuyen a las buenas causas interpretando su apoyo con una cara de tragedia, Elizabeth Taylor, tan excesiva en su estilo, jamás perdió la sonrisa. Era célebre por haber aparecido en el Senado, en actos de recaudación de fondos, en festivales para homenajear a los enfermos, luciendo en el escote un imponente collar de esmeraldas. Por ejemplo. Y eso hacía más auténtica su presencia.

La encantadora niña de Lassie; la joven de Un lugar en el sol con la que, como dijo el director George Stevens, hubiera querido casarse cualquier chico americano; la desgarrada mujer madura que interpretó en ¿Quién teme a Virginia Woolf?, todas ellas tenían algo de esa mujer real que fue Elizabeth Taylor. No se plegaba a los personajes, hacía que los personajes se parecieran a ella. Incluso el malo de Truman Capote, siempre preparado para denigrar de alguna manera a sus retratados, se rindió ante su presencia. Comenzó describiendo a una mujer de gran cabeza, desmesurada para su estatura, y terminó escribiendo sobre sus encantos: «El rostro, con esos ojos lilas, es el sueño de un presidiario, la fantasía de una secretaria: irreal, difícil de alcanzar; pero al mismo tiempo es una mujer tímida, vulnerable, muy humana».

Los ojos, esos ojos a los que no restaban protagonismo ni las joyas, ni los cardados imposibles, ni la nada discreta pintura, ni el pecho generoso que se alzaba sobre el escote; los ojos, que no eran violetas, sino de un azul intenso, fueron los mismos siempre en esa vida a la vista del gran público que fue narrada desde los 10 años hasta los 79, sin que ella dejara de ser tozudamente ella misma. Esos ojos narrarán siempre la historia del cine; también la historia de una mujer que supo conservar su brillo hasta la última escena.

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3 respuestas a: Liz Taylor hasta la última escena

Rocío Dice: lunes 11 de abril de 2011

Lo leí ayer en «El País Semanal» y me gustó. Para alguien como yo que conoció a Liz Taylor muy por encima, en alguna que otra película, pero que ama el cine, fue un placer leer su homenaje a esta gran actriz. Gracias!

afhpjg Dice: martes 12 de abril de 2011

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Ana Dice: miércoles 13 de abril de 2011

Me quedaré con el grito de entusiasmo ¡yuuuuhooo…. me suena a vida.
Besos

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