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La immensa minoría

domingo 6 de junio de 2010  

Mis gustos son minoritarios, pero no pretendo envanecerme ante nadie a base de mostrar mi diferencia. Si formo parte de una minoría es porque los medios generalistas me están arrinconando. Los libros que me gustan casi nunca están en la lista de los más vendidos, no me atraen los thrillers históricos, ni esas novelas de argumentos retorcidos que provocan en los lectores alucinaciones conspirativas; en política, pertenezco a esa denostada minoría que aspira a vivir en un país donde se debata serenamente; como ya pude comprobar en alguna ocasión, no sirvo para contertulia porque todo lo que sucede ante mis ojos me deja perpleja durante un tiempo antes de poder formular una opinión. Hay quien se pavonea por su exquisitez, pero a mí, verme arrojada a la minoría, sin haberlo buscado, me provoca cierto desconsuelo.

Recuerdo a Woody Allen hablando de una de sus películas más dulces, Días de radio, contar la maravilla que suponía haber crecido en una época, los años cuarenta, en la que la clase trabajadora conectaba la radio para escuchar a Ella Fitzgerald, Louis Armstrong o la orquesta de Duke Ellington. Música popular, pero qué musica. Época de letristas, compositores y cantantes prodigiosos. Por fortuna, el nacimiento de la televisión no acabó con eso. Al contrario. La tele llevaba a las casas los rostros de esos músicos, sus gestos de concentración, el sudor y la respiración de los cantantes.

El idilio de la tele con la música se alargó durante dos décadas. Y no hablo de oídas. Internet ha ofrecido a los espíritus curiosos la posibilidad de contemplar cómo los medios de comunicación trataban a los músicos hace treinta o cuarenta años. La televisión actual mantiene una relación difícil con la música en directo. Prácticamente la ha dejado en manos de esos concursos de jóvenes promesas (qué pereza) o en alguna actuación en los programas nocturnos que tiene más que ver con la promoción de un disco que con un amor verdadero a la música. La otra vía musical que ofrece la tele es el vídeo pop, que en muchos casos refleja más el virtuosismo del realizador que los méritos del artista. Un buen vídeo puede enmascarar fácilmente a un desastroso cantante. Aquellos a los que nos gusta la música en vivo sin demasiados fuegos artificiales hemos sido expulsados de una patada de los medios; por fortuna, encontramos en el mundo cibernético un consuelo.

Confieso que me paso horas muertas buscando en YouTube actuaciones de antiguos shows de la tele. Es un tesoro sin fin. Me siento en el sillón y me harto a ver escenas del show de Judy Garland. Ella cantando con su hija Liza, con Peggy Lee o con Frank Sinatra. O esas divertidísimas sesiones de aquellos gamberros del Rat Pack, en las que mi preferido es Dean Martin. La comunicación cibernética ha creado un nuevo tipo de regalo virtual: algo tan sencillo y significativo como dedicar una canción. Un amigo me mandó la semana pasada Young at heart, cantada por Dean Martin. La imagen de ese señor maduro, sentado en una butaca, fumándose un cigarro entre estrofa y estrofa, con un swing y un encanto imposibles de superar, sin más armas que su voz y sus gestos, cantando en directo y por tanto mostrando sin trampas lo que era capaz de hacer, me hizo preguntarme cuándo te deja la televisión en estos días disfrutar de los músicos como seres humanos, sin transformarles en un producto empaquetado. Mientras las series televisivas han vuelto a abrir los brazos a los actores, los músicos han sido destronados por el enlatado. Como consecuencia, esa inmensa minoría a la que pertenezco se dedica a buscar tesoros en Internet, a intercambiárselos con otros espíritus minoritarios. En esa fiebre del oro que nos empuja a rastrear antiguas joyas interviene gente mucho más joven que yo, amantes de la música, que están descubriendo, sin prejuicios, que lo que se hacía en otras épocas puede ser mejor que lo que se hace ahora y encima se servía al público con más estilo.

Cada día recibo un regalo, Mina, Adriano Celentano o John Coltrane. Y gente a la que casi le doblas la edad te manda una actuación de Harry Belafonte con la rana Gustavo en Barrio Sésamo, o de Stevie Wonder en ese mismo programa infantil rodeado de niños que bailan Superstition al ritmo que marca una enorme banda de rhythm and blues. A mí me tranquiliza que un público joven y ávido de buen espectáculo sea consciente de que no siempre que algo se ha dejado de hacer es porque no valía o no tenía aceptación; a veces, simplemente se optó por lo más barato.

Está claro que si la televisión se empeña, acaba generando un público mayoritario cada vez menos exigente. Esa es la masa de la que tanto hablan. El festival eurovisivo, por ejemplo, está experimentando una revitalización sorprendente. Algunos lo siguen porque son afines a todo lo que sea bodas y festejos; otros, simplemente, por celebración de la horterada. El caso es que si hay algo que me concede la tecnología es la posibilidad de elegir la época en la que quiero vivir cada noche. Lo que sospecho, mientras buceo en el pasado musical, es que en otras casas hay otras almas solitarias como yo, compartiendo el mismo vicio, conformando esta inmensa minoría a la que los creadores del gusto masivo nos han condenado.

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