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Carmen, la de Linares

domingo 24 de julio de 2011  

De la boca de Carmen Linares salen dos voces. Tan diferentes son, que uno diría estar ante dos personas distintas. Una voz es la de la cantaora, de gran jondura, rota en ocasiones, de quejío sabio y dramático, que agranda su figura hasta inundar un espacio teatral por grande que sea y llenarlo de emoción; la otra, es la voz dulce de una mujer tan sencilla que desarma, la que nos abre la puerta una de estas tardes de verano y nos invita a entrar no ya en su casa sino en su vida, en la intimidad en la que esa familia compuesta por ella, su marido Miguel Espín y los tres hijos opinan sobre qué es mejor para la cantaora que sale al escenario. Miguel está presente todo el tiempo, es un erudito del flamenco, poseedor de una de las colecciones audiovisuales más completas de este arte. Carmen tiene en él a un consejero. «Nosotros nacimos siendo novios», dice, y suelta una carcajada. Algo de eso hay: Espín fue, en un primer momento, amigo del señor Pacheco, el padre de la cantaora. Ambos lideraban una peña flamenca en Ávila y ambos respaldaron a la jovencilla Carmen para que encontrara su hueco en el entonces núcleo cerrado del cante para quien no fuera ni gitana, ni de Sevilla, ni de Jerez, ni tampoco descendiente de una familia flamenca.

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